Revoluciones fallidas
Es curioso, y hasta perverso, el mensaje de los grandes medios de
comunicación a cerca de qué significa “ser” de clase media hoy en esta
Argentina donde la tercera parte de su población es pobre. La perversidad no
radica tanto en la categorización en sí sino en los parámetros instrumentales, e
instrumentalizadores, utilizados para ubicar a un ser humano dentro de un
espacio simbólico en el que luego se moverá también de acuerdo a un sistema de
representaciones. Habitar un sitio, sentenciado a través de la palabra, ya lo
sabemos, produce efectos, pertenencia. Y lo que es peor aún, escaso margen de
resistencia. Que en realidad, es el objetivo último.
Levantamientos populares-burgueses como los ocurridos en la Europa del siglo XIX, el de 1848 que inspiró a Marx, y
luego la Comuna del 71, como los más significativos, sirvieron de enseñanza y
escarmiento a Occidente para levantar algo más que barricadas e inmensos
bulevares como eficaces mecanismos de control y represión de las revueltas. Sobre determinados sectores, los que pagarían siempre el precio de las
turbulencias económicas por venir, había que ejercer sutiles estrategias de sometimiento, aún mayores que sobre aquéllos relacionados directamente con el crimen, la vagancia o las conductas
anómalas. Sin dudas que estos serían peligrosos, pero bien
sabían los poderes fundados en las finanzas y la tecnología que por el mismo mecanismo de normalización y producción en serie que
afectaría, principalmente, al sujeto moderno, los mismos serían escasos en proporción y fácilmente ubicables por excepción.
La clase media, odiada,
bastardeada y calificada como mercenaria por las “luminarias” del pensamiento progresista de
nuestra época, siempre estaría en una posición inestable, donde
la pertenencia sería el primer y último recurso de sobrevivencia en un mundo
que de a poco iba arrasando con singularidades y permanencias.
Sin embargo,
hasta hace relativamente poco, en términos históricos, esa clase estaba
definida por una cierta actitud con relación, precisamente, al pensamiento, el
arte y la cultura. Era aquella que hacía de ese capital simbólico su modo
diferencial de ser y de estar en un determinado territorio. Por lo que también,
y la historia argentina se cansó de comprobarlo, se constituía en aún más
poderosa que los más desposeídos. Que si no eran “concientizados” por sus dirigentes
gremiales, por los partidos políticos o por las agrupaciones estudiantiles,
tenían escaso tiempo y medios para pensar y reaccionar de forma colectiva. A
pesar de las fallidas esperanzas de Marx.
El problema entonces surge cuando a esa clase, que motoriza las
revueltas actuales, se le sustrae ese último elemento peligroso que la legitima
y la diferencia de las otras: el acceso a una determinada cultura, a una
determinada forma de arte, a una determinada forma de leer y comprender los
textos que no solo le induce a acumular y poseer para ratificarse sino que le provee
de los recursos críticos para sublevarse cuando entrevé el peligro de ese
capital que la quiere borrar del mapa a pasos acelerados y reducir así, en dos
simple franjas la tan mentada “pirámide social”.
La tarea no fue abrupta sino
paulatina: un arte transformado en pura mercancía que cotiza en el mercado y el
desabastecimiento material de los principales centros de producción del saber (tanto
secundarios como universitarios) como estrategias de enmascaramiento de una realidad
empobrecida. La educación pública se convirtió en eficaz
aliada al vaciarse de contenidos revulsivos a través de
formas aparentemente contestatarias pero que no dejan de ser deudoras, bajo
extorsión, de un centro que no cesa de legislar.
La clase media ya no es
entonces la que toma por asalto escuelas y universidades públicas, y hace de este
gesto una señal de prestigio, sino la que posee el último iphone, puede seguir
comprando en los shoppings o acceder a una prepaga. Lo que conlleva una serie
de falacias perfectamente orquestadas: no solo que poseer esos artefactos no
implica pertenecer a una determinada clase sino que al desplazar el tema del
acceso a la alta cultura gratuita como condición esencial, se devela que efectivamente
esto dejó de ser señal de identidad.
Si las palabras
de Vidal al afirmar que los pobres no llegan a la universidad causaron escozor,
fue más bien por la fuente que la emitió, no por los efectos que provocan esos
accesos.
Al ser desterrado el pensamiento crítico, al ser dejados de lado planes de estudio que tienen como objetivo a esa realidad que siempre se intentará
cambiar, en algo así como en una revolución eterna, da lo mismo qué clase la
pueble. No causará más efectos que la protesta de sus docentes por los magros
sueldos (y de paso, en complicidad con
todo lo anterior, focalizar la protesta de nuevo en factores materiales). O a
lo sumo, la rebelión organizada en marchas, eslóganes, toma de calles y
facultades, como para perpetuar una tradición vaciada de contenido.
Ser
estudiante o egresado universitario, integrante de una comunidad de estudios de
la esfera pública, ya no dice absolutamente nada: portar una serie de
artefactos que caducará en cuestión de horas marca no solo el supuesto estatus
sino el reacomodamiento a medida de un sistema de poder que con la
clasificación logra perpetuar el control. El peligro por ahora está
desactivado.