domingo, 24 de marzo de 2019

CONSTRUCCIONES DEL FASCISMO

Construcciones del fascismo






El fascismo opera según las condiciones de los territorios donde se enseñorea; no sobreviene de golpe, tampoco suele tener un certificado de defunción definitivo. Cuenta con poderosos aliados, a veces incluso con el pueblo mismo. Durante mis viajes a Europa, sobre todo a esas regiones “sensibles” al mismo, experimenté siempre la curiosidad de lo que denomino la sobrevivencia: cómo se sigue después, cómo discurre la vida de esos pueblos violentados, aniquilados y en los que a veces se detecta cierta duda de hasta qué punto no hubo alguna complicidad solapada. 

Múnich como primer ejemplo: la experiencia en esa ciudad que parió a uno de los movimientos genocidas más grandes de la historia, despierta especial inquietud. La Hofbrähaus, la popular cervecería donde se proclamó  la república soviética de Baviera y donde el nacionalsocialismo dio sus primeros pasos; las construcciones de diseño fascista que aún sobreviven e irrumpen el trazado urbano; el Haus der Kunst, el museo construido especialmente para propaganda del reich y donde se exhibió aquella exposición de “Arte Degenerado”, con obras de los diabólicos Grosz, Kandinsky, Chagall, Munch, Ernst, Dix  y otros peligrosos enemigos del régimen. Fue sin embargo en el Museo de la Ciudad, en esa sala oscura, silenciosa y atiborrada de objetos, donde experimenté lo más cercano al horror por acumulación. Abundante material gráfico: diarios, periódicos, revistas, caricaturas, carteles, proclamas, fotos; símbolos, uniformes, programas de radio y videos de desfiles monumentales con los jerarcas a la cabeza, cual carnaval festivo, que mostraban por exceso aquel proceso de adoctrinamiento, de progresivo entusiasmo colectivo gracias al eficiente dominio de los medios de comunicación. De la asfixia me salvaron, sin embargo, los jóvenes: un grupo de chicos de colegio que seguía el mismo recorrido, no habrán tenido más de 16 años, que miraba y leía, con rostros adustos, algunos estupefactos, esa historia de horror. La de ellos. 

Tampoco puedo olvidar los dibujos de los niños prisioneros de Terezin que pintaron el Holocausto, expuestos en el Museo Judío de Praga. Que a la vez me recordaron a otro viaje, otro país, otra ciudad y otro Museo: el Reina Sofía en Madrid y el salón inmenso, hegemonizado por el Guernica, con sus múltiples versiones y bocetos. Entonces era un grupo de niños de pre escolar, sentado en el suelo, en silencio absoluto. ¿Se imaginan niños de 5 años, quietos y en silencio? Misión imposible. Pero allí estaban, absortos, con la vista fija en la monumental obra. Demostración evidente de que la educación civilizatoria que padecerían en los años siguientes se torna irrelevante cuando un espíritu sensible, como el de cualquier niño, se enfrenta al arte verdadero.

Y por último, y curiosamente en uno de mis últimos viajes hacia esos territorios masacrados (incluyendo a la saqueada y reconstruida Berlín, también con sus museos recordatorios, la irreconocible Alexanderplatz de Döblin, su muralla derribada,  hoy devenida atractivo turístico, y el Monumento al Holocausto, donde bloques de hormigón en forma de tumbas se elevan cada vez más altos e integran el paisaje urbano), la experiencia en el campo de concentración de Buchenwald, cercano a Weimar, donde no hubo salvación alguna. El cielo plomizo, como losa que sentía Erdosain sobre su cabeza, siempre a punto de caérsele encima a fines de la década del 20 en Buenos Aires; los copos que me empañaban la nikon, los 18 grados bajo cero, los alambrados, el bar de los oficiales, el crematorio y las barracas, hoy apenas una señalización en el vasto campo helado, me chupaban hacia un suelo ausente a fuerza de casi medio metro de nieve y me arrastraban hacia ese horror que parecía congelado en calidad de inofensiva memoria. 

Ese cuerpo que luchaba denodadamente por avanzar y no desaparecer, sin embargo, se convertía en metáfora de la duda que me recorría, y corroe, cada vez con más insistencia. ¿Cómo se remonta una historia donde ya no un gobierno, un tirano, sino todo un pueblo estuvo allí, ya sea vivando a los genocidas a plena luz del día; u operando con la complicidad de las sombras el holocausto por venir? ¿Se puede sentar, como diría Camus, a toda la civilización en el banquillo? ¿Cuándo empieza a gestarse la construcción de un fascismo que luego tendrá, para la historia, una tranquilizadora fecha en el calendario, como si un golpe del destino, una fatalidad se hubiera ensañado con un pueblo indefenso? 

No hay un 24 de marzo posible sino nos hacemos, en algún momento, estas preguntas. Habrá, sí, memoria. Pero memoria sin crítica es oquedad irreversible. Y lo que es peor aún, altamente retornable.

Foto: Entrada Buchenwald, campo de concentración cerca de Weimar . Foto: Z.L.