Construcciones del fascismo
El fascismo opera según las condiciones
de los territorios donde se enseñorea; no sobreviene de golpe, tampoco suele
tener un certificado de defunción definitivo. Cuenta con poderosos aliados, a
veces incluso con el pueblo mismo. Durante mis viajes a Europa, sobre todo a
esas regiones “sensibles” al mismo, experimenté siempre la curiosidad de lo que denomino
la sobrevivencia: cómo se sigue después, cómo discurre la vida de esos pueblos
violentados, aniquilados y en los que a veces se detecta cierta duda de hasta
qué punto no hubo alguna complicidad solapada.
Múnich como primer ejemplo: la
experiencia en esa ciudad que parió a uno de los movimientos genocidas más
grandes de la historia, despierta especial inquietud. La Hofbrähaus, la popular
cervecería donde se proclamó la
república soviética de Baviera y donde el nacionalsocialismo dio sus primeros
pasos; las construcciones de diseño fascista que aún sobreviven e irrumpen el
trazado urbano; el Haus der Kunst, el museo construido especialmente para
propaganda del reich y donde se exhibió aquella exposición de “Arte
Degenerado”, con obras de los diabólicos Grosz, Kandinsky, Chagall, Munch, Ernst, Dix y otros peligrosos enemigos del régimen. Fue
sin embargo en el Museo de la Ciudad, en esa sala oscura, silenciosa y
atiborrada de objetos, donde experimenté lo más cercano al horror por
acumulación. Abundante material gráfico: diarios, periódicos, revistas,
caricaturas, carteles, proclamas, fotos; símbolos, uniformes, programas de
radio y videos de desfiles monumentales con los jerarcas a la cabeza, cual
carnaval festivo, que mostraban por exceso aquel proceso de adoctrinamiento, de
progresivo entusiasmo colectivo gracias al eficiente dominio de los medios de
comunicación. De la asfixia me salvaron, sin embargo, los jóvenes: un grupo de
chicos de colegio que seguía el mismo recorrido, no habrán tenido más de 16 años, que miraba y leía, con rostros adustos, algunos estupefactos, esa historia
de horror. La de ellos.
Tampoco puedo olvidar los dibujos de los niños prisioneros de Terezin
que pintaron el Holocausto, expuestos en el Museo Judío de Praga. Que a la vez me
recordaron a otro viaje, otro país, otra ciudad y otro Museo: el Reina Sofía en Madrid y el salón inmenso, hegemonizado por el Guernica, con sus múltiples versiones
y bocetos. Entonces era un grupo de niños de pre escolar, sentado en el suelo,
en silencio absoluto. ¿Se imaginan niños de 5 años, quietos y en silencio? Misión imposible. Pero allí estaban, absortos, con la vista fija en la
monumental obra. Demostración evidente de que la educación civilizatoria que
padecerían en los años siguientes se torna irrelevante cuando un espíritu
sensible, como el de cualquier niño, se enfrenta al arte verdadero.
Y por último, y
curiosamente en uno de mis últimos viajes hacia esos territorios masacrados (incluyendo a la saqueada y reconstruida Berlín, también con sus museos recordatorios, la irreconocible Alexanderplatz de Döblin, su muralla derribada, hoy devenida atractivo turístico, y el Monumento al Holocausto, donde bloques de hormigón en forma de tumbas se elevan cada vez más altos e integran el paisaje urbano), la experiencia en el campo de concentración de Buchenwald, cercano a Weimar, donde no hubo salvación alguna. El cielo plomizo, como losa que sentía Erdosain sobre su cabeza, siempre a punto de caérsele encima a fines de la década del 20 en Buenos Aires; los copos que
me empañaban la nikon, los 18 grados bajo cero, los alambrados, el bar de los
oficiales, el crematorio y las barracas, hoy apenas una señalización en el
vasto campo helado, me chupaban hacia un suelo ausente a fuerza de
casi medio metro de nieve y me arrastraban hacia ese horror que parecía congelado en calidad de inofensiva memoria.
Ese cuerpo que luchaba denodadamente por avanzar y no desaparecer, sin embargo, se convertía
en metáfora de la duda que me recorría, y corroe, cada vez con más
insistencia. ¿Cómo se remonta una historia donde ya no un gobierno, un tirano,
sino todo un pueblo estuvo allí, ya sea vivando a los genocidas a plena luz del
día; u operando con la complicidad de las sombras el holocausto por venir? ¿Se
puede sentar, como diría Camus, a toda la civilización en el banquillo? ¿Cuándo
empieza a gestarse la construcción de un fascismo que luego tendrá, para la
historia, una tranquilizadora fecha en el calendario, como si un golpe del destino,
una fatalidad se hubiera ensañado con un pueblo indefenso?
No hay un 24 de
marzo posible sino nos hacemos, en algún momento, estas preguntas. Habrá, sí,
memoria. Pero memoria sin crítica es oquedad irreversible. Y lo que es peor
aún, altamente retornable.
Foto: Entrada Buchenwald, campo de concentración cerca de Weimar . Foto: Z.L.