sábado, 16 de marzo de 2019

PAIDEÍA: EDUCACIÓN PARA LA LIBERTAD

Paideía: educación para la libertad

Enunciar que la educación pública está en un declive irreversible, en tiempos actuales, adquiere la forma de una traición. Hay una mala conciencia que erige su defensa casi como una cruzada religiosa; que entona bellos cantares como estrategia de reclutamiento de fieles, y que convierte en anatema al sacrílego que devela sus tramas y entramados. No es función de la educación pública (ni de ninguna institución educativa o cultural) convertirse en territorio de disputas políticas partidarias. Pero mucho menos aún, en formateador de conciencias y subjetividades que reproducirán los mecanismos de dominio y control para, parapetada en conceptos sagrados e intocables, perpetuar un mismo estado de cosas. 

Lo público provee además un conocimiento que no se imparte precisamente a través de docentes ni planes de estudios sino del encuentro con la diferencia. Contra la normalización selectiva de lo privado; contra la posibilidad de la irrupción de lo inesperado, lo público garantiza la confluencia de heterogeneidades (tal como ocurre en cualquier espacio público urbano, a diferencia de los sectores privatizados). Esto es, por lo menos, lo que debería ser. 

El problema principal no concluye, sin embargo, en una reivindicación salarial docente (y no docente). Este no solo es un pensamiento burocrático sino altamente reaccionario: suponer que la educación pública se va a “solucionar” por el bienestar económico de una parte de su comunidad es lo mismo que pensar que para erradicar el hambre basta con alimentar bien a los padres. Pensar la escuela pública fuera del contexto de la sociedad y de la ciudad, es una contradicción de sus principios fundamentales. No hay institución educativa que funcione si ese "afuera" no entabla con ella una relación fluida y a la vez, conflictiva: una interroga al otro, lo pone en escena. O en entredicho. Es decir, si no se consideran una unidad cuya suerte estará echada siempre en forma conjunta. 


Habría que replantearse la institución educativa desde sus mismas tipologías arquitectónicas: escuela/facultad/claustro resultan obsoletos en los tiempos que corren. Habría que empezar a derrumbar esos pesados edificios donde se inserta cronométricamente la lección del día, en el aula y en las mentes de niños y jóvenes, repitiéndola año tras año con escasas variantes; donde se negocian cargos, se disputan puestos, se patrocinan mutuamente, se transforma al educando en cliente, se garantizan sueldos de por vida y donde tanto el docente como el alumno terminan convirtiéndose en empleados de una burocracia que reemplazará la intensidad y la creatividad por la supervivencia garantizada. 

La esclavitud moderna ya no se forja con cadenas sino con estas formas normalizadas, transversales, repetitivas y reaccionarias que van moldeando voluntades y reasegurándose su propia reproducción. La educación, para que cumpla su cometido, debe constituir un espacio creativo y crítico, de reflexión constante; de producción de conocimientos que aspiren, precisamente, a las posibilidades integrales del ser humano. La educación tendría que dejar de ser una fábrica de esclavos y aspirar, de una vez por todas, a la formación de hombres y mujeres libres.