Paideía: educación para la libertad
Enunciar
que la educación pública está en un declive irreversible, en tiempos actuales,
adquiere la forma de una traición. Hay una mala conciencia que erige su defensa
casi como una cruzada religiosa; que entona bellos cantares como estrategia de reclutamiento de fieles, y que convierte en anatema al sacrílego que devela sus tramas y entramados. No es función de la educación pública (ni de ninguna institución educativa o cultural) convertirse en territorio de
disputas políticas partidarias. Pero mucho menos aún, en formateador de
conciencias y subjetividades que reproducirán los mecanismos de dominio y control para, parapetada en conceptos sagrados e intocables, perpetuar un mismo
estado de cosas.
Lo público provee
además un conocimiento que no se imparte precisamente a través de docentes ni
planes de estudios sino del encuentro con la diferencia. Contra la
normalización selectiva de lo privado; contra la posibilidad de la irrupción de
lo inesperado, lo público garantiza la confluencia de heterogeneidades (tal
como ocurre en cualquier espacio público urbano, a diferencia de los sectores privatizados).
Esto es, por lo menos, lo que debería ser.
El problema principal no concluye, sin embargo, en
una reivindicación salarial docente (y no docente). Este no solo es un
pensamiento burocrático sino altamente reaccionario: suponer que la educación
pública se va a “solucionar” por el bienestar económico de una parte de su
comunidad es lo mismo que pensar que para erradicar el hambre basta con
alimentar bien a los padres. Pensar la escuela pública fuera del contexto de la
sociedad y de la ciudad, es una contradicción de sus principios fundamentales. No hay institución educativa que funcione si
ese "afuera" no entabla con ella una relación fluida y a la vez, conflictiva: una
interroga al otro, lo pone en escena. O en entredicho. Es decir, si no se consideran una unidad cuya suerte estará echada siempre en forma conjunta.
Habría
que replantearse la institución educativa desde sus mismas tipologías arquitectónicas: escuela/facultad/claustro resultan obsoletos en los tiempos que corren.
Habría que empezar a derrumbar esos pesados edificios donde se inserta
cronométricamente la lección del día, en el aula y en las mentes de niños y jóvenes, repitiéndola año tras año con escasas
variantes; donde se negocian cargos, se disputan puestos, se patrocinan
mutuamente, se transforma al educando en cliente, se garantizan sueldos de por vida y donde tanto el docente como el
alumno terminan convirtiéndose en empleados de una burocracia que reemplazará
la intensidad y la creatividad por la supervivencia garantizada.
La esclavitud
moderna ya no se forja con cadenas sino con estas formas normalizadas, transversales,
repetitivas y reaccionarias que van moldeando voluntades y reasegurándose su propia reproducción. La educación, para que cumpla su cometido, debe constituir un espacio creativo y crítico, de reflexión constante; de producción de conocimientos que aspiren, precisamente, a las posibilidades integrales del ser humano. La educación tendría que dejar de ser una
fábrica de esclavos y aspirar, de una vez por todas, a la formación de hombres
y mujeres libres.