Padres e hijos
Los hijos pequeños y adolescentes que aparecen fugazmente en
“Vida dura” (la brillante serie noruega del director Olaf Johannessen) adoptan
casi siempre la posición de espectadores. Ojos asombrados, cuerpos dóciles,
obedientes, el espectáculo, por supuesto, es la vida de sus padres. Y de manera
más amplia, la vida en comunidad en Ciudad Jardín, un valorado conjunto
habitacional en los suburbios de Oslo. Los chicos están atentos; a veces,
indolentes, pero siempre a la espera. Hay leyes no escritas que deben ser
respetadas a rajatabla para seguir perteneciendo (así se lo hacen saber los
adultos al pakistaní que intenta imponer otras reglas. Así le vá).
Tomasz, el inmigrante polaco y pobre que viene en busca de su padre desconocido
y que en Varsovia es un lingüista que domina cinco idiomas y allí, un empleado
de limpieza de la universidad, actúa como esos niños: asombrado, dócil, observa
un mundo regido por la abundancia y sobre todo, por el desasosiego que esta
provoca. A modo de “Terciopelo azul”, pero con otros lenguajes y registros,
debajo de esa naturaleza, tan amada por los noruegos, se agitan sin embargo
pasiones, perversiones y deseos que aquí nunca van a provocar estallidos.
Cuando salen a flote (la incendiaria Susy; el zoófilo Vidkun; el escapista Hugo
o el poliamor de Turid, Kiram y Holdem), adquieren el signo de la fatalidad
inevitable, son disimulados por un siempre igual que impide ver las diferencias
o aceptados porque al fin de cuentas, no alteran el devenir establecido. Hay sí
una evidente intención de herencia de parte de los mayores hacia la
descendencia, que no pasa por cuestiones materiales sino por idiosincrasia.
Hijos del frío extremo, de una abundancia desconocida en el resto de Europa,
pero también de una certeza, producto tal vez de este aislamiento: nunca nada
será demasiado importante, ni para vivir ni para morir, salvo aquellas formas.
Jens Christian, el nihilista hijo adolescente de Jorgen y Anitra (director de
cine él; profesora de fitness con programa de TV incluido, ella) es el único
que parece conocer esta verdad sin escapatoria. Pero es en la figura de Tomasz
donde el padre se intercepta con el hijo (viene en busca del
suyo y él mismo se convertirá en padre), así como la vida acomodada
se cruza con la miserable a través de esas corrientes migratorias de
desesperados que de alguna forma funcionan como los hijos pobres y reclamantes
de una opulencia deudora. No en vano, Tomasz trata de explicar a los profesores
universitarios noruegos que las formas verbales del tiempo futuro deciden las formas en que se lo vivirá. El final de la miniserie, y sobre todo el de Tomasz, no constituye
más que la ratificación de aquella certeza: padres e hijos están atrapados en
la trama monstruosa y traicionera de una utopía fallida en la que solo se puede
permanecer a flote y en la que la supervivencia se juega en la continuidad,
producción y reproducción de la misma. Cualquier agujero, perforación o
invasión fuera de foco equivale, literalmente, a la muerte.