sábado, 19 de noviembre de 2011

APUNTES PARA UNA BIOGRAFÍA / SILVIO

Silvio


Los talleres nocturnos de diseño eran nuestro territorio. Trepados a las largas mesas,  a mitad de alguna cursada, convocábamos a la próxima asamblea, al paro, la marcha y a veces, en casos  más extremos, a la toma del decanato o de la facultad. No reconocíamos límites entre la práctica militante y el aprendizaje académico, nada que pudieran decir esos maestros de arquitectura tendría alguna relevancia sin ese otro trabajo que más que paralelo estaba entretejido a nuestra vida de estudiantes. La angustia que experimentábamos sobre el tablero, frente a aquellos temibles calcos en blanco, se conjugaba con la sensación generalizada de que nosotros, los jóvenes pos dictadura, debíamos hacernos cargo de la historia. Éramos parte de una genealogía interrumpida, de un siniestro presente al que le debíamos reconstruir un pasado del que nos llegaban, todavía en forma clandestina, voces, imágenes y relatos escabrosos. Proyectábamos en el papel y lo amplificábamos a la vida diaria. Y en ese juego de espejos, surgía Silvio Rodríguez. Silvio, porque a nadie se le ocurría llamarlo por su nombre completo, era la poética que por fin se había fundido a la praxis, la implosión interna que necesariamente debía ver la luz, plasmarse en esos proyectos que reclamaban un diseño revolucionario, en esas formas de amar alejadas de las normativas de la buena moral y sobre todo, en esas formas de solidaridad y complicidad que entablábamos en una lucha que intuíamos perdida de antemano. Algo en Silvio ya anticipaba tanto esa imposibilidad como también la trascendencia. Algo en ese proceso de narración incómoda, en ese gesto de fastidio que indefectiblemente afloraba entre tema y tema, o en esa precariedad comunicacional con su público, develaban un núcleo que iba más allá de la contingencia y se perfilaba como un después. No podíamos saberlo entonces. Pero todo eso que se escapaba de las palabras y la razón afloró en Ferro la noche del viernes. Como gasto papeles recordándote… dice, y entonces sí,  el estadio sabe. O cuando abandona la guitarra, se pone de pié y arranca con Ojalá, él también intuye lo que vendrá, una comunión que como cualquier ritual está fuera de todo tiempo cronológico, descree de revoluciones fallidas y se proyecta, por fin, en diseños eternos. O cuando, en un intento inútil por concluir la presentación (hubo cinco bises), nos deja a  nosotros la palabra final de aquel ángel que nos desveló en la juventud, ese ser terrible que aparece cuando se entabla un silencio entre dos. Final que, a esta altura, también ya es un imposible. Aunque Ferro encienda las luces y nos muestre la puerta de salida.


(Nuestro agradecimiento a Nahuel, por las fotos y por habernos obsequiado una noche con Silvio en Ferro)