Infancia rabiosa
Illie yTalía se conocen en Pantin, en una de sus tantas huídas del hogar. Pantin es un suburbio parisino conformado por bloques de edificios construidos en serie, con plantas bajas desoladas, donde la vida discurre entre el delito y el aburrimiento en un presente absoluto. Allí la policía entra y sale corriendo: su única ventaja es el factor sorpresa frente a las hordas que no dudan en enfrentarla a golpes o desorientarla a través de una arquitectura rutinaria que funciona como elemento defensivo. Sus pobladores son inmigrantes que se visualizan como tales –los árabes, los negros. Talia vive en París con un padrastro pedófilo, una mamá negadora y una hermana pequeña abusada. Ella, sin embargo, no se anda con vueltas, roba a mano armada, aprieta el gatillo cuando la molestan, devuelve los golpes que le propinan los varones y hace encarcelar al padre abusivo. También se enamora de Illie -un Silvio Astier francés que sueña con aventuras bandoleras mientras se dedica al hurto y al pillaje a pequeña escala. Juega como la niña que todavía es y mira al mundo con ojos ligeramente extranjeros. A veces duerme en una cama; otras, en el umbral de algunos de los infinitos edificios iguales, de los barrios iguales de la Pantin proletaria. Talía recorre la ciudad en metros y trenes, en bicicletas, motos y ponys robados. Corre por escaleras, estaciones, calles y veredas, y se siente como en casa: los problemas surgen cuando intenta asentarse en algún lado. La banda de niños de Hermanitos, de Jacques Doillon, pertenece a esas legiones de pobres que recurren al nomadismo urbano como estrategia de supervivencia. No conforman aún una mafia organizada, como los chicos mayores, los dueños del barrio. Están en una zona intermedia en la que tanto pueden jugar al gallito ciego, soñar con casarse de blanco y vivir enamorados, como desear ser a través del crimen. Y de heredar y legar, como destino inexorable, esa existencia prontuariada.