Río de Janeiro es un infierno, son cerca de las tres de la tarde y el sol pega de lleno en el cuerpo. Estamos en un puente peatonal sobre la Autopista de Gávea, de espaldas a Sao Conrado, justo frente a las alturas de Rocinha. A nuestros pies se levantan el centro de salud, el artesanato, el campo de deportes y la estación transformadora de electricidad, ubicados en las inmediaciones de la favela y construidos para su población. Dos niños, con uniformes deportivos, nos piden salir en las fotos. Posan, nos agradecen con una sonrisa enorme y se van. Todo lo que hay aquí lo hicieron los habitantes de Rocinha, nos dice el encargado del atelier de arte en un portugués acelerado. Delantales, vasijas, cuadros, artesanías de material reciclable y de trazo infantil, casi como tareas escolares. Rocinha apabulla por perseverancia; no se sabe bien si la geografía natural venció a la arquitectura del hombre o si fue abatida por ésta. Las casas trepan, se multiplican, se expanden en todas direcciones, reducen su espacio entre ellas y respetuosas del morro, siguen sus ondulaciones hasta no dejar rastros de él. Recién arriba, bien arriba, éste vuelve a emerger verde, gris y todavía infranqueable. En el otro extremo, una serie de edificios en torre bordea la autopista, se erige como lanzas hacia el cielo y certifica, por materialidad y modos de ocupación del suelo y del espacio, su no pertenencia a la comunidad de pobres que tiene enfrente como remate de sus visuales. Orden y anarquía, distancia y hacinamiento, la sagrada línea recta y el maldito camino de los asnos de Le Corbusier, articulados por una autopista que los conecta y aísla, los enfrenta y concilia, los acelera, desbarata y reorganiza según sus tiempos a los que unos se integran y el otro resiste.