El tiempo suspendido
Si San Pedro y Santaní fueron imprevistas –esto es, no teníamos imágenes previas ni recuerdos de infancia-, no ocurrió lo mismo con otros puntos de este viaje: Paraguarí, la tierra de mis abuelos, y San Bernardino, el lago que nos refugió durante la niñez del insoportable calor de Asunción. Y ambos con resultados opuestos: el primero se convirtió en un perfecto túnel del tiempo; el otro, un fantasma al que inútilmente traté de correr los velos para que memoria, recuerdo y actualidad me dieran algún dato. La ruta a Paraguarí, la 2, no había cambiado demasiado. A la derecha, el cementerio; a la izquierda, el camino transversal que nos dejaría a las puertas del gigantesco caserón, ubicado justo al final de la calle, en las postrimerías del pueblo y lindante con el campo y los cerros. Justo frente a la estación de tren, ese que ya había dejado de pasar cuando éramos niños, allá hacia fines de los 60. El silencio, el olor a caballo y a hierba mojada, los patos que seguían bañándose en los baches del camino, la estación clausurada y la construcción en forma de claustro, que ocupa toda una manzana y donde se alternan las habitaciones, las salas de estar, el almacén familiar y el establo: los recuerdos se golpeaban idénticos contra la actualidad y evitaban la distancia; la arquitectura se había fundido al paisaje inmediato y soñaba eternidades. Las formas resistían; las estructuras y la piedra, sin embargo, ya habían iniciado el camino de las ruinas