domingo, 15 de noviembre de 2020

APUNTES PARA UNA BIOGRAFÍA / MALDAD, MÉTODO Y FAMILIA

 Maldad, método y familia 


La franqueza dentro de las familias suele estar descartada, salvo en las reuniones de fin de año. Atenta contra la sociedad misma. Son esos contratos compulsivos difíciles de quebrar a riesgo de excomunión eterna. Detesto y desconozco a mi familia de origen; yo rompí ese contrato en forma paulatina hace ya bastaste tiempo. Recuerdo cuando Ana, mi abuela materna, me tomó del brazo, una semana antes de morir en febrero de 2006, y me dijo: “cuidate de las dos”, señalando a sus hijas. Creyendo que no pensaba con claridad, le recordé quiénes eran. “Lo sé perfectamente, por eso te digo que te cuides”, me contestó. Y para que no me quedaran dudas de su lucidez, añadió un dato irrefutable, nimio, sobre ellas. Fue su última lección; lamentablemente, no la empecé a aplicar al día siguiente de su muerte. Mi abuela, radicada en Buenos Aires desde hacía décadas, estuvo siempre pendiente de mis trastornos en la infancia y adolescencia, cuando entonces yo vivía en Asunción. Surgieron alrededor de los 9 años, tengo presente incluso el día en que los primeros síntomas me dieron el preaviso en el cuerpo. Y fueron rigurosamente silenciados por la familia, a pesar de sus recomendaciones: ella veía el declive físico, pero intuía en el deterioro emocional consecuencias irreversibles. Para evitar la condena del entorno inmediato (tíos, abuelos y profesores del colegio) mi papá accedió a que un médico me recetara vitaminas para el apetito. No surtieron mucho efecto: no solo no podía comer sino que cada tanto me desplomaba al suelo. No debía haber escarnio mayor, sin embargo, en la Asunción de fines de los 60 y gran parte de los 70 que una enfermedad mental, eso era innegociable. Recién a los 17, cuando conocí a una compañera de estudios, que me confesó que todos los días quería tirarse debajo de un colectivo, supe que mi “caso”, aunque disimulado no era excepcional. Juntas entramos a una farmacia a lado de la facultad para comprar antidepresivos; la dependiente nos miró espantada y amagó con llamar a la policía: tuvimos que salir huyendo. Mi abuela continuó con sus cuidados cuando a los 19 me radiqué en Buenos Aires, huyendo precisamente de parte de aquella familia. En lo relacionado a su descendencia, no se equivocó en absoluto. Tampoco, años antes, en lo relativo a mi papá, lo odiaba cordialmente pero con disimulo: jamás correría el riesgo de que un psicópata, abusador y criminal le cerrara las puertas y le impidiera ver a su hija y nietos.

Cuando publiqué mi primer libro, decidí firmarlo con uno de sus apellidos, al que adopté definitivamente. No fue mero gesto. Luego vendría la instancia de escape definitivo: en una época que hace culto a la elección y la singularidad, yo elegiría mi genealogía (mis abuelos maternos, mi hijo y algunos tíos entrañables, como ramificaciones laterales). El proceso tardó años: la madurez y la maternidad me facilitaban ciertas armas para expresar aquello que progenitores y hermanos, todos mayores, se encargaban de cubrir y encubrir: que la maldad constituía el elemento fundante, la amalgama que nos mantenía unidos. Instalada, se heredaba igual que los bienes, las aptitudes o las características físicas. Se agazapaba desde la cuna (o aún antes), operaba tanto en vertical y se fertilizaba pedagógicamente para después hacerlo en transversal. La herencia que me dio esta sociedad ilícita es el profundo conocimiento de las formas del odio y sus derivados. Su accionar, sus estrategias, alianzas y máscaras. Su perseverancia y su descomunal productividad. Me dio también la posibilidad de trasladar ese conocimiento hacia formas de reflexión y escritura. Mecanismo y estructura, producciones y efectos: la maldad tiene también su método.