Maldad, método y familia
La franqueza dentro de las familias suele estar descartada, salvo en las
reuniones de fin de año. Atenta contra la sociedad misma. Son esos contratos
compulsivos difíciles de quebrar a riesgo de excomunión eterna. Detesto y
desconozco a mi familia de origen; yo rompí ese contrato en forma paulatina
hace ya bastaste tiempo. Recuerdo cuando Ana, mi abuela materna, me tomó del
brazo, una semana antes de morir en febrero de 2006, y me dijo: “cuidate de las dos”, señalando a sus hijas. Creyendo que no pensaba con claridad, le
recordé quiénes eran. “Lo sé perfectamente, por eso te digo que te cuides”, me
contestó. Y para que no me quedaran dudas de su lucidez, añadió un dato
irrefutable, nimio, sobre ellas. Fue su última lección; lamentablemente, no la empecé a aplicar al día siguiente de su muerte. Mi abuela, radicada en Buenos Aires
desde hacía décadas, estuvo siempre pendiente de mis trastornos en la infancia
y adolescencia, cuando entonces yo vivía en Asunción. Surgieron alrededor de
los 9 años, tengo presente incluso el día en que los primeros síntomas me
dieron el preaviso en el cuerpo. Y fueron rigurosamente silenciados por la familia, a pesar
de sus recomendaciones: ella veía el declive físico, pero intuía en el
deterioro emocional consecuencias irreversibles. Para evitar la condena del
entorno inmediato (tíos, abuelos y profesores del colegio) mi papá accedió a
que un médico me recetara vitaminas para el apetito. No surtieron mucho efecto:
no solo no podía comer sino que cada tanto me desplomaba al suelo. No debía
haber escarnio mayor, sin embargo, en
Cuando publiqué mi primer libro, decidí firmarlo con uno de sus apellidos, al que adopté definitivamente. No fue mero gesto. Luego vendría la instancia de escape definitivo: en una época que hace culto a la elección y la singularidad, yo elegiría mi genealogía (mis abuelos maternos, mi hijo y algunos tíos entrañables, como ramificaciones laterales). El proceso tardó años: la madurez y la maternidad me facilitaban ciertas armas para expresar aquello que progenitores y hermanos, todos mayores, se encargaban de cubrir y encubrir: que la maldad constituía el elemento fundante, la amalgama que nos mantenía unidos. Instalada, se heredaba igual que los bienes, las aptitudes o las características físicas. Se agazapaba desde la cuna (o aún antes), operaba tanto en vertical y se fertilizaba pedagógicamente para después hacerlo en transversal. La herencia que me dio esta sociedad ilícita es el profundo conocimiento de las formas del odio y sus derivados. Su accionar, sus estrategias, alianzas y máscaras. Su perseverancia y su descomunal productividad. Me dio también la posibilidad de trasladar ese conocimiento hacia formas de reflexión y escritura. Mecanismo y estructura, producciones y efectos: la maldad tiene también su método.