En esta pandemia, la desobediencia civil, o por lo menos el no
acatamiento de consejos o recomendaciones institucionales (en caso de Estados
menos autoritarios que el nuestro), tiene varias razones. El espíritu de la
juventud, siempre imprudente, es la más pobre y además, falaz. En Europa, los
bares y las fiestas no son patrimonio de los jóvenes. Menos aún, las playas.
Más bien, habría que pensar qué valor tiene hoy para las sociedades
occidentales la voz de la autoridad. Y específicamente, qué lugar ocupan en
la vida cotidiana del sujeto moderno la democracia representativa y sus
representantes. Devaluado, diríamos en una primera aproximación. No se respeta
a quien no se cree y sobre todo, en quien no se confía. Y las sociedades no
confían en los poderes del Estado, pero tampoco en los mediáticos o sanitarios:
motivos no faltan.
La crisis económica mundial pre-pandemia estaba llevando
a la robusta e histórica clase media europea a sucumbir a la pobreza, sobre
todo en aquellos países debilitados como España, Italia, Grecia o Portugal.
Pero también, en vastos sectores del Reino Unido, con miserias y desinterés que
explotaban, literalmente, en edificios sociales y mal mantenidos de la opulenta Londres; o con
jóvenes que no encuentran espacio en el mercado laboral. Francia también ya padecía
las continuas revueltas de los chalecos amarillos, que por postergación o por
reformas jubilatorias “solidarias” habían empezado a poner en jaque al gobierno
de Macrón. En América, Trump ganó las elecciones basando su campaña en los
sectores del medio geográfico del país, olvidados y devastados por las
reiteradas crisis que llevaron, por ejemplo, a una ciudad industrial como Detroit
a declararse en bancarrota.
Occidente no cree en los poderes. La duda es si ya
no cree en este capitalismo o perdió confianza en los sistemas de gobierno.
Tal vez la famosa “nueva normalidad” (expresión que por suerte está
desapareciendo de los medios de comunicación) apunte más bien a esto último: a
una reforma profunda de las formas de delegar en otro el poder de decisión.
Mientras tanto, y en ese mientras tanto pasa la vida, las sociedades optan por
ser artífices de su propio destino desobediente. Ellas elegirán cómo vivir. Y
también, cómo morir.