¿Del Toboso o sin Toboso?, me pregunta con jocosa seriedad el
hombre de migraciones del aeropuerto de Barajas cuando escucha el nombre del
hostal. Amable, intuí apenas una señal de cordialidad, como para restarle
ese carácter censor que pesa sobre el que debe decidir el ingreso a un país
que, encima, está visualizado como candado de Europa. Esperó, sin embargo, mi
respuesta. Cuando ya estaba retirando las valijas empecé a dudar de la inocencia
de aquel interrogatorio. ¿No sería algo sospechoso que me alojara nada menos que en el
archiliterario Barrio de la
Letras de Madrid y desconociera a la inmortal amada de su
principal habitante? Algo así como “no entiendo la pregunta” me hubiera, por lo
menos, ubicado en alguna mira nada deseable. Entonces sí, estoy en el glorioso
Siglo de Oro español donde, curiosamente, casi no se escucha dicho idioma. Cosmopolita,
con estrechas callecitas peatonales, arboladas y abalconadas (solo pueden
entrar los autos de los residentes del barrio), atiborrado de bares, hostales, antigüedades
y, claro, las casas inmortales, el barrio conforma una atmósfera cerrada en
pleno centro de la ciudad. Un micro clima que casi le confiere estatus de pueblo
pequeño y desentendido del vértigo moderno que transmiten la
Gran Vía y la Puerta del Sol, a apenas
unos metros de distancia. Una estrategia de lo más redituable de parte de gerenciadores urbanos que encuentran en la
revitalización del culto a aquellos autores clásicos una marca y una identidad
que facturan al resto del mundo. Allí
vivieron y allí murieron, allí también se odiaron y recelaron unos de otros.
Pero sobre todo, allí crearon. Ósmosis, reverencia, cholulismo. O en todo caso,
un respiro a la prosperidad exultante de una ciudad ampulosa que,
definitivamente, ingresó a Europa. Respiro tan imaginario como la amada de aquel
que, confundiendo realidad con ficción, fundó la novelística moderna. En otra entrada
hablaré del oficio de lectora errante, al que estoy abocada, por librerías en esta
preciosa primavera madrileña.