Miedo, erotismo y retorno
34° de calor. El centro arde, la gente ansiosa, el tráfico
imposible, así miércoles y jueves. Voy de un lado a otro, me quedo atrapada en
un embotellamiento, el 37 no avanza. Tomo el subte. Hora pico. Rostros
agobiados, abatidos: los celulares apenas cuelgan de algún brazo desganado o
directamente están guardados. Pienso: si toda esta gente hubiera estado el
lunes en el Congreso, no solo no se realizaba la sesión. Lo hubiera tomado,
aunque más no sea por el aire acondicionado. Y no habría balas de goma ni hidrantes
que la hubiera detenido. Pienso, sin embargo, que más que furia, veo ansiedad.
No creo en balances de fin de año, ¿quién rayos hace balances? No conozco a
nadie haciendo listas de pros y contras. Tampoco en el estrés de las fiestas ni
en la locura de los regalos: eso se hace a última hora, en algún shopping, y
por lo general, sin importar el destinatario. Sigo pensando, ni furia ni
balances ni aguinaldos que no alcanzan. Es miedo. No porque nos estemos
volviendo un año más viejos y viejas: esa es la tarea de los cumpleaños.
Finalizar un año es otra cosa: es miedo. Ancestral. Algo se termina, un ciclo,
¿retornará al día siguiente? Pienso en el rapto de Perséfone y la maldición de
la madre: mientras la chica estuviera en el infierno, habría invierno y nada de
agricultura; el tiempo que estuviera en la tierra, primavera y verano. La
humanidad, entonces, siempre pendiente de un hilo y con posibilidades ciertas
de morir de hambre, así un año tras otro: ya sabemos, los dioses son
caprichosos. Pienso en los rituales incas, en la dura tarea de los sacerdotes
de amarrar al Sol en el Intiwatana para que no se fuera. O por lo menos, para
que volviera después de los crudos inviernos del Altiplano. La humanidad
pendiente de un hilo. Miedo ancestral, eso es lo que siente el moderno frente a
este fin. Tal vez por ello, como garantía, repite los tediosos rituales
festivos, las vacaciones del año anterior, y del anterior, y del anterior. O se
embarca en aventuras para no repetir. Y garantizar que nada acabará mientras esta
dure. Después, el acostumbramiento: el sol volvió, igual que Perséfone. No hay
que sacrificar sacerdotes y la tierra volverá a dar frutos. Miedo. Eso pensaba
en el interminable viaje en subte de vuelta a casa. Miro distraída a mis
ocasionales compañeros de agobio. Todos abatidos, con miedo según mi teoría. De
golpe su mirada se encuentra con la mía. Y al hombre no se le ocurre nada mejor
que hacer un gesto lascivo con la boca mientras me recorre de punta a punta.
Pero no soy macrista: no me eleva la autoestima. Tampoco feminista: no me
colgaré un cartel diciendo “tu opinión sobre mi cuerpo no me interesa”. Estoy a
punto de preguntarle con la mirada. “¿Cierto? ¿Estás pensando en eso con este
calor espantoso?” Pero la desvío y remato mentalmente la reflexión anterior: se
termina un tiempo, no sabemos si retornará (retornaremos) el año próximo. El
erotismo es también una forma de conjurar ese miedo. Erotismo y muerte están
estrechamente relacionados, recuerdo a Bataille. Y a Martínez Estrada y las
pervivencias de lo originario en las ciudades modernas. Lo absuelvo al lascivo
y bajo en la estación de mi casa. Pensando en el año que se va, en el temor, en
el deseo, y en la muerte. Y ojalá, en el retorno.