La
televisión encendida en la sala de espera vacía. Ocupo la última fila de una de
esas tiras de asientos que siempre terminan organizadas en cualquier forma.
Faltan treinta minutos para la hora de visita. Las imágenes en blanco y negro
desfilan para nadie, películas del, literalmente, año del moño. Una rubísima
Susu Pecoraro presenta los fragmentos; un hombre la acompaña, ni idea de quién
podría ser pero, obviamente, un crítico de cine. Entonces entra él. Rara
mezcla, pienso: el rostro arrasado por el tiempo pero el cuerpo no. Alto,
ligeramente encorvado, flaco, con la infaltable gorra, se dirige hacia el
aparato, lo observa, mira la sala y elige ubicarse en mi misma tira pero en el
extremo opuesto. Al rato me pregunta si yo puedo escuchar lo que dicen. Le digo
que cuando las enfermeras, que están en la oficina de enfrente, están calladas,
sí. Le comento que están hablando de Mario Soffici, de Mugica. Sonríe. Sí, ya
sé, me dice. Y allí nomás, mientras las imágenes pasan y yo le leo los títulos
(La guerra la gano yo con Pepe Arias), él hace algún comentario. Suspira. Odio
la grieta actual, agrega con un odio agregado en los ojos, arrasó con todo, el
arte, el cine, sigue. Me habla de Sono Film, de sus días como extra, de Evita y
de Libertad Lamarque; que siempre vivió en Martínez, que durante el verano, su
mamá sacaba una colchoneta y todos dormían en el patio, bajo las estrellas.
¿Quién pensaba entonces en la posibilidad de intrusos? Habla pausado. Me cuenta
que viene dos veces al día a ayudar a su mujer, que ayer cumplió 86 años. Yo
tengo 92, me dice. No los parece, exclamo sinceramente sorprendida. A esa
altura, el rostro arrugado había desaparecido, tenía ante mí a un hombre lúcido
al que hubiera escuchado un buen rato más, una mezcla de seductor y un poco
filósofo. Sonríe avergonzado. Agradece. Me cuenta que se casó en el 59, que de
luna de miel salieron un domingo a las 3 de la tarde y llegaron, en camarote,
claro está, el martes a la misma hora. Pero, ¡qué nos importaba! ¡Éramos tan
felices!. Nuestro vagón era el último, yo sacaba la cabeza por la ventanilla,
el viento me pegaba en el rostro mientras veía el tren retorcerse, un gusano de
acero que me maravillaba. Estuvieron en Salta, Jujuy y Catamarca. Dieron las 6
de la tarde, me incorporo, lo miro y le digo un lugar común que jamás suelo
decir: me encantó hablar con Ud. El inclina la cabeza, agradece, lo mismo digo.
Me desea suerte con mi familiar internado. Yo hago lo mismo con su esposa. Pasó
ayer, en una sala de hospital, un sitio repleto de seres en exclusivo tiempo
presente.