Ana
No es
exagerado decir que mi abuela Ana, la mamá de mi mamá, me salvó la vida. En lo
material, porque me amparó en el exilio después de varias catástrofes tempranas.
Fue de ella la decisión de ir a buscarme a Asunción y traerme a Buenos Aires,
de ella y de nadie más. Pero sobre todo, intentó paliar esas heridas
incrustadas desde tiempo inmemorial; domesticar a ese monstruo, que yacía y
mostraba sus garras de tanto en tanto. No me perdió de vista en ningún momento.
Allí estaba, luminosa, en silencio y discreta, así se movía. Percibía tristezas
y soledades, entonces buscaba ese lugar, esa pileta de verano, ese círculo, ese
instante donde yo, recién llegada, viviría aventuras y amistades nuevas. Nunca supe
cómo se enteró de las heladas noches en los talleres de la Facultad de Arquitectura: cada
invierno, entonces, me tejía pulloveres, bufandas y unas avanzadas calzas de lana.
Discretamente también investigaba sobre matrículas, boletos, entradas, conciertos,
y después, libros, y así, como si nada, y con esos modos un poco imperativos de
alemana de dulces pero decididos ojos verdes, apretaba fuerte mis
manos, dejando en claro que cualquier rechazo sería una ofensa. Nunca te cases,
me repetía una y otra vez, salí con quien quieras, con los que quieras, viví
aventuras, pero nunca te cases. Le hice caso en todo. Y mientras algunos, pero
sobre todo algunas, se horrorizaban de mi vida de veinteañera libertina, con la
hipocresía recalcitrante de esa burguesía que hace por lo bajo lo que condena
en voz alta, a mi abuela Anita le brillaban los ojos de felicidad. Ella, como en la infancia y adolescencia mi mamá, fue la artífice
de que yo, sobreviviente de un pasado violento, llegara a ser. Y los que cuenten otra historia, la historia entre mi abuela y yo, los que pretendan cosechar
frutos que jamás sembraron, los que intenten dejar como personaje secundario a la protagonista principal de esta gesta, estarán cometiendo imperdonable perjurio. Tendrán entonces mi maldición eterna.