En
teoría, el periodismo se ocupa del discurso público. De ese conjunto de
enunciados, emitido por un poder, destinado a un colectivo y que genera lo que
se denomina la opinión pública. No se inmiscuye en lo doméstico, no es ése su
objetivo (aunque ya veremos cómo deviene difuso el límite entre ambas esferas).
Todo discurso público es un hablar vigilado por el poder que lo enuncia, así
como toda censura es simbólica. El
propósito final de ésta, siempre, es limitar el pensamiento. Cercarlo. Es
decir, todo acto de censura pretende restringir las posibilidades de reflexión que se alejen de las intenciones de lo que dicho poder quiere comunicar. Así en
la Edad Media como en la actualidad. La censura está siempre del lado del
poder.
Pero, ¿acaso nombrar, definir, hablar, no implican ya un acto de censura
previo? ¿Acaso la misma cultura, esa
selección que unifica y reunifica, que diferencia y señala un conjunto de modos,
creencias, tradiciones,
acaso la propia cultura no constituye ya un trazado de límites, en los que
están en juego la identidad, la pertenencia, ese horizonte de sentidos necesario para el diálogo? ¿Hasta dónde llega el alambrado, qué queda
afuera? Y sobre todo, ¿por qué queda
afuera? (Aquí los malestares de Freud). Y si la lengua es la expresión del
espíritu de los pueblos; o, en versión menos romántica, la sedimentación de
sucesivas capas que se van transformando “rebeldemente vivas” en el tiempo, ¿qué
exactamente nombra la lengua? Hasta la
Edad Media no había dudas: aspiraba a esa palabra primera que exigía la fidelidad y el
dogma, la traducción y sus interpretaciones. Pero Modernidad mediante, muerta
toda trascendencia, la lengua encuentra su deriva y su justificación en ella
misma, en el devenir desligado por fin del afuera. Con el Renacimiento, la
censura se ve obligada a refinar sus modos y formas frente a la
proliferación de los nuevos discursos de los grupos y temas emergentes así como también a la masificación de la palabra escrita a través del libro y de la imprenta. Y a
partir de allí, de todas las formas de expresión facilitadas por la tecnología
que no solo contribuirá con el acceso a las materialidades sino también al
tiempo. La censura encuentra aquí su primer escollo histórico: la
crisis de la hegemonía en el decir y en la posesión de aquellos medios.
Es
sabido que uno de los aspectos fundamentales de la censura es la invisibilidad.
A la censura le urge ocupar todos los espacios posibles de la esfera pública; manipular lo que circula, persuadir, entablar complicidades con los
destinatarios, producir efectos de verdad y deslegitimar todo aquello que fuera
contra sus intereses. La transversalidad otorgada por los avances tecnológicos desbarata
y a la vez, paradójicamente, alienta esa "refeudalización de la opinión pública" de la que habla Habermas: mientras el poder como espectáculo es en sí mismo el
mensaje, y tiene mayor peso que cualquier discurso racional posible, todo buen
productor de espectáculos, o lo que es lo mismo, todo buen constructor de
líderes, surgirá como potencial desestabilizador. El discurso público no se
vuelve vulnerable porque perdió sus soportes establecidos, fácilmente digitados
y controlables (el diario en papel, monopolizado por las corporaciones aliadas,
el canal de televisión con la programación a la hora señalada, etc.,) sino
porque la reformulación de los conceptos de espacio-tiempo en esta posmodernidad vuelve inestable cualquier fundación donde debe asentarse todo mecanismo de control: un espacio sin coordenadas convencionales
y la simultaneidad temporal, sumados a la multiplicidad de las voces que pueden
tanto ser una misma que se diversifica, como miles que se repiten. La incertidumbre
que provoca la proliferación tecnológica opera, sin embargo, en ambas direcciones. Actúa sobre la censura,
desbaratándola, y sobre la cultura, restringiéndola; y las acerca peligrosamente. Si el proceso de
“definir” no se refiere a las cosas sino a la relación entablada dentro del
discurso, a la distancia entre ellas,
esa expansividad de la lengua potenciada mueve constantemente dicha
distancia hacia sus bordes. Instaura relaciones móviles que a cada paso reformula las reglas del
juego. Si la palabra
es absorbida de su contexto social, la movilidad de este opera contra cualquier
posibilidad de aquietamiento y clasificación. Favorecen a la censura, a la que por definición le
resulta imposible “hablar” y deteriora a la cultura, a la que le resulta
imprescindible hacerlo. Pero a la vez, inhabilita al censor porque provoca un
espacio vacío (lo que a toda censura le causa un horror indescriptible) sobre
el qué operar y favorece a la cultura, ensanchando esas otras posibilidades aún
no colonizadas.
En la actualidad, un
trabajo constante sobre la lengua, una vigilancia estricta sobre sus transformaciones
y encerronas, ya no sería la tarea
principal porque ella misma se
constituye y se destituye a velocidades inimaginables. El discurso del otro,
del censurado, puede sin problemas coincidir con el del censor. Bourdieu afirma
que la censura llega a su máximo logro cuando se identifica con la cultura,
cuando igualan sus límites. La censura, entonces, ese mecanismo con el que el
poder defiende sus intereses a través de una serie invisible de operaciones, se
visibilizaría como producción y acrecentamiento, a manera de Foucault, y
tendría como destinatario ya no al receptor sino a la cultura en su conjunto. Imposibilitadas de una palabra plena,
devaluadas por la certeza de que todo estaría legitimado por el espectáculo y
sobre todo, por la incertidumbre de receptores y emisores, de realidad y ficción, de espacio
y tiempo, la censura y la cultura iniciarían una marcha indistinguible en pos
de, precisamente, nuevos límites. La constancia en la igualación de estos garantizaría el éxito de la primera y el
desmantelamiento de las posibilidades de la segunda. Que es lo ocurre en la
actualidad. La figura pública del líder y su demostración ostentosa del poder
como valor en sí mismo es tanto el objetivo como el límite. La intimidad del
poderoso en primer plano, el detallado informe, publicado a un click de
distancia a escala mundial, de sus acciones más nimias, los gestos que revelan
al hombre común empleando, supuestamente, su tiempo en lo mismo que el resto de
los mortales, solo pueden provocar –arma eficaz como pocas- la identificación y
la certeza de que allí no hay más resquicios por descubrir . No hay nada afuera
que pueda competir con ese poder en la opinión pública (al margen de que ésta
tuviera cierta conciencia del montaje), y a la vez, ella encontraría en el
mecanismo de exhibición del yo su máxima expresión (no hace falta citar aquí a
las redes sociales: la foto de la mascota, del desayuno, de las últimas
vacaciones, el comentario trivial, el video de pornografía hogareña, los
desenfrenos festivos y las infinitas selfies, en donde el autor busca ese gesto que lo torne atractivo, es decir, poderoso, para las multitudes de una vez por todas, generan más devoción que cualquier
pensamiento que rozara la leve sospecha de que todo ese mecanismo tiene como
objetivo principal la exaltación estúpida de una existencia inexistente).
Habría
que preguntarse entonces (pregunta ya formulada por otros autores) de qué,
realmente, nos defiende la censura. O, en este caso, peligroso para Bourdieu, la
cultura. Lo primero, y más obvio: de la verdad, de eso oculto que si saliera a
la luz desmantelaría un sistema de poder armado, lógicamente, para la
dominación. Pero se puede arriesgar también una segunda respuesta indemostrable
y deudora de la primera: de nosotros mismos. De todo aquello que podríamos
hacer, pensar o relacionar sin la existencia de límites, incluso, sin aquellos
impuestos por la propia cultura en el caso de que no coincidiera con ella. De
la irrefrenable capacidad humana desatada cuando percibe no solo que ese afuera
existe (ese afuera que el eterno espectáculo se encarga de ocultar) sino el
goce, el placer, la violencia y el espíritu de destrucción de cualquier forma
de domesticación. Por eso, la censura resulta tan visible cuanto más lejos esté
de aquello que tenemos internalizado y tan efectiva cuando más coincide con
nuestras creencias. Por esto, en épocas de autoritarismo, paradójicamente,
suelen producir resistencias mucho más creativas que en democracia, cuando suele simular inexistencia.
Pero
retomando el tema de los discursos transversales de esta modernidad
tecnologizada, también habría que preguntarse entonces, qué censura el poder
cuando prácticamente puede decirse todo, en cualquier sitio, en cualquier
momento y sobre todo, en forma anónima. Puede decirse uno y su contrario; provocar
efectos de verdad, al estilo Borges, a sabiendas de que se trata de una ficción,
denunciar, anunciar, vociferar….. La pregunta no apuntaría al control social
sino a eso que se oculta en una época que parece no poseer un resquicio sin
vigilancia posible. La censura a los medios de comunicación resulta una respuesta insuficiente. En ambos sentidos de la palabra. En la mayoría de los casos, el medio de
comunicación se ha vuelto un operador político, ha
transformado en “cuestión pública intereses privados” (definición de Hegemonía
de Gramschi). Pero a la vez, a esos medios hegemónicos les ha surgido la
contracara de lo no hegemónico. O lo informe que flota, tipo cadena informativa
de Walsh; o las credenciales de credibilidad por el simple hecho de no
responder a corporaciones conocidas. El poder entonces,
político-comunicacional, lo que censura ya no es tanto la información,
la presencia, la circulación o las materialidades que atenten contra sus
intereses (y cuando lo hace, lo torna también un espectáculo) sino las posibilidades de que la cultura se
aleje de esos límites que ha impuesto a fuerza de espectáculo continuo. Que
rompa esa relación peligrosa y tan efectiva para sus fines e inicie su propia
marcha (de allí la persecución activa y productiva que hace de ella). Que la palabra por fin vuelva a nombrar con la densidad de aquellas capas sedimentadas en el tiempo pero a la
vez, ligera e indomable como el cuchicheo de los
niños. Ese murmullo, inescrutable para el mundo adulto, de palabras dichas por primera
vez.