domingo, 6 de diciembre de 2015

PUEBLADAS

SALAMONE, PODER Y TERRITORIO
Puebladas

El tiempo se apiada de nosotros, el día está soleado y fresco, precioso, azul, como el primero de nuestros destinos. Después seguiríamos hacia Laprida, Coronel Pringles, Saldungaray y Carhué. Desde el inicio del viaje, nos damos cuenta, debemos reformatearnos y entrar al modo pueblo. Saludos de los transeúntes ocasionales que nos ven lidiando con la cámara de fotos y el viento, la charla amistosa, la mirada curiosa, los perros vagabundos que ofician de guía y exigen recompensa. “Pero, ¿quién es ese tipo, Salamone?, nos preguntan sorpresivamente en Azul. Salvo el edificio municipal, el matadero y el cementerio parecen un poco abandonados. El pueblo parece abandonado. “Viene muy poca gente. Van más al monasterio trapense, que está a unos kilómetros de aquí y es hermoso”, nos dice el guía azulino. Le digo que necesito un retiro espiritual: al parecer solo hay que solicitar turno con anticipación. No se permiten celulares ni otros dispositivos electrónicos. La idea cada vez resulta más atrayente. “Todo Laprida debe estar hablando de Uds.”, se ríe el taxista que nos lleva a Pringles. Nos cuenta que el intendente del FPV fue reelecto y que está entablando puentes con Macri porque se quedó solo: allí todos pensaban que ganaba Fernández. Que Michetti es de Laprida, que conoce a la familia y que incluso el nuevo presidente ya anduvo por allí. Que el pueblo vive del campo y de la administración pública. Igual que allá, le decimos, solo que lamentablemente nos falta el campo. Un buen rato del viaje para hablar mal, sutilmente, de los porteños. Adherimos en todo, pero nuestro conductor no expresa resentimiento sino sabiduría: la ciudad los está matando, nos dice.
El perro del matadero de Laprida me sigue con paciencia. Orejas largas, mirada dulce, actitud sumisa; me detengo para enfocar, y allí nomás, sus dos patas sobre mi falda esperando la caricia: acostumbrada a vivir entre gatos, esta fidelidad me desconcierta. El derrotero sigue. En Pringles la queja es abierta. “Estos pueblos de la provincia se están muriendo, de olvido, de ocio, de falta de perspectivas”, nos dicen. Hay comunidades que durante los 90 se convirtieron en fantasmas: fue cuando murió el ferrocarril. Ni hablar de las comunicaciones: nos cuesta dos micros y una combi llegar de Sierra de la Ventana a Carhué (esta crónica se escribe durante la espera).
Se entablan diálogos de carretera y yo me pierdo en esa pampa interminable, monótona y rumiante, solo de tanto en tanto interrumpida por algún ya viejo cartel electoral.  Todavía me resulta difícil imaginar el impacto de la obra de Salamone sobre estos pueblos de fines de la década del 30. Pienso en el Barolo y en la Güemes, que al parecer también convulsionaron a la chata BA de principios del XX. Digo al parecer porque, ¿fue así? ¿El pampeano se vio jaqueado por estas bellas monstruosidades de piedra? ¿O fue apenas la ilusión de todo arquitecto, convalidada en el orden del discurso pero de efecto incierto en la vida real? En todo caso, los elementos se elevan en gesto futurista, fluyen belicosos a ratos, exigen la vista al cielo. Pero la autoridad que imponen es, en todo caso, conflictiva. Y nada tranquila. No son los pesados muros de un sabio clasicismo, esa rutina horizontal que garantiza la armonía y la eternidad. Aquí hay estado de alerta, algo ocurre entre esas piedras rebajadas, dentelladas recortadas contra el cielo azul, en esos movimientos constantes, como indecisión vital de la línea recta. En  claroscuros que destierran, aún en las fachadas rabiosamente blancas de los edificios municipales, toda posibilidad de una palabra final. No hay dudas: el objetivo de Salamone era la Pampa misma.