¿Qué
ves cuando me ves?
En épocas pasadas estaba muy
difundida la idea que la posesión de la información implicaba poder. Siempre
había un dato al que se debía acceder para tener control sobre los otros, una
verdad oculta para la mayoría que fundaba alianzas y complicidades. Era el
tiempo de la hegemonía de los grandes medios de comunicación y de la devota
confianza por parte de sus consumidores. Actualmente lo que ha cambiado en este
juego de posesiones y correspondencias es la mirada del receptor. En principio,
en ningún lado parece encontrarse una relación confiable entre realidad y
palabras. Radiografiar la complejidad de la época resulta por demás imposible
desde un único registro. Hoy día se lee un diario, un semanario de opinión, un
suplemento cultural, como antes Vanidades o El Hogar: con la
certeza de que nada es como para tomárselo demasiado en serio, a lo sumo, como
tema de charla en rueda de amigos, por mala con-ciencia —la cuota de lectura
queda cubierta sin mucho esfuerzo intelectual— o como al abuelo que desvirtúa en
cada relato el hecho acontecido hasta hacernos dudar si efectivamente sucedió
alguna vez. La comunicación periodística funciona en estos tiempos amparada en
un juego de simulaciones: el medio hace como que informa; el público, como que
lo cree. Así, de golpe, se alerta que la educación estatal es un desastre y
está sumergida en una crisis irreversible. O, de tanto en tanto, la ciudad se
transforma en un territorio hostil e inseguro. O, como si fuera un cable de
último momento, se descubre la existencia de pobres, que encima ahora se
sublevan; de territorios desahuciados, como el Chaco, que al parecer su único
problema son estos meses de sequía; de coimas; de negociados de antaño; de
esclavitudes laborales y de sitios infernales en plena capital. Cada hecho es
analizado por el periodismo especializado con la ilusión de hacer creer al
público que el tema en cuestión está en la agenda y es motivo de preocupación.
Si el concepto de poder está en crisis –y lo está desde el mismo momento en que
no se sabe a ciencia cierta dónde está él mismo—, el poder de los medios
tradicionales tal vez sea el que se está llevando, junto con los políticos, la
peor parte (basta una simple encuesta personal –no una auspiciada por
consultoras asalariadas porque caeríamos de la sartén al fuego— para comprobar
que se descree sistemáticamente de casi todo lo que se informa). Y aquí no se
trata solo de aquella fórmula “causa visible-motivo oculto”, como la que
relaciona, por ejemplo, violencia ciudadana e inversiones inmobiliarias en barrios
cerrados, endurecimiento de penas y mayor control policial sobre las áreas de
pobreza. O el desmantelamiento de las universidades públicas y el negocio de la
enseñanza privada. O la que une a premiados y jurados de becas, subsidios o
cargos en amistades de larga data o en alianzas redituables. O las guerras y
atentados terroristas con intereses armamentistas y energéticos y no tanto
civilizatorios o religiosos. No, el descreimiento es más complejo. Yo, como
sujeto moderno, me fundo en no creer en nada que provenga de estructuras
consolidadas que llevan en el propio mecanismo de funcionamiento y
legitimación, en sus normas, formas y dogmas, las estrategias de manipulación y
control —el banquete de Frankenstein: Internet, con su dispersión, pluralidad de
voces, falta de legislación y anarquía, tipo cadena informativa de Rodolfo
Walsh tecnificada, tiende a devorar a sus propios creadores y obliga al proceso
personal de búsqueda, selección, juicio y descarte—. Incluso, y sobre todo,
descreimiento del propio lenguaje. ¿Qué predicado común, qué condiciones reales
de posibilidad, encuentra por ejemplo un hombre occidental cuando se refiere a los
árabes? Discurso poco fiable el que sigue a un sujeto, como tantos otros,
por demás esquivo. Entonces, si no creo en los grandes medios, si no creo en
los políticos, si no creo en academias, instituciones y organismos más cercanos
a cualquier cosa menos a la producción de conocimiento, la defensa de los
derechos o demás causas honorables; si desconfío hasta de los usos del
lenguaje, la única estrategia que le queda a esos poderes decadentes es que yo
no posea los recursos para construir una forma propia de leer, de hablar, de
pensar, de acceder a la realidad, cualquiera que ésta fuera. Y que a la hora de
la verdad —comprar un libro, elogiar una película, aplaudir a un artista,
ignorarlo, de ponerme a favor de los árabes, de los judíos, de la
educación privada, de la pública, de reivindicar el aborto, de condenarlo, de
apoyar el endurecimiento de penas, de relacionar pobreza con violencia y buscar
responsables en otros lados, de asistir a marchas, de no hacerlo, de votar a
fulano, a mengano, en blanco, en fin, de opinar, de participar, de actuar— opte
por la vía fácil: repetir por afasia lo que dicen esos a los que ya no creo y
sacarme el problema de encima. Los itinerarios personales, la vecindad
inteligente, la desconfianza metódica, la crítica, la no imbecilidad como
práctica son las estrategias de resistencia frente a una época que, la historia
lo dice, podría llegar a poner-se nerviosa si cae en la cuenta de que está
perdiendo el control. La infidelidad es dolorosa para el engañado; el ya no
ser, aún más.
(Nota Editorial Revista Contratiempo Septiembre 2006)
(Nota Editorial Revista Contratiempo Septiembre 2006)