lunes, 21 de diciembre de 2015

COMUNICACIÓN Y PODER

¿Qué ves cuando me ves?


En épocas pasadas estaba muy difundida la idea que la posesión de la información implicaba poder. Siempre había un dato al que se debía acceder para tener control sobre los otros, una verdad oculta para la mayoría que fundaba alianzas y complicidades. Era el tiempo de la hegemonía de los grandes medios de comunicación y de la devota confianza por parte de sus consumidores. Actualmente lo que ha cambiado en este juego de posesiones y correspondencias es la mirada del receptor. En principio, en ningún lado parece encontrarse una relación confiable entre realidad y palabras. Radiografiar la complejidad de la época resulta por demás imposible desde un único registro. Hoy día se lee un diario, un semanario de opinión, un suplemento cultural, como antes Vanidades o El Hogar: con la certeza de que nada es como para tomárselo demasiado en serio, a lo sumo, como tema de charla en rueda de amigos, por mala con-ciencia —la cuota de lectura queda cubierta sin mucho esfuerzo intelectual— o como al abuelo que desvirtúa en cada relato el hecho acontecido hasta hacernos dudar si efectivamente sucedió alguna vez. La comunicación periodística funciona en estos tiempos amparada en un juego de simulaciones: el medio hace como que informa; el público, como que lo cree. Así, de golpe, se alerta que la educación estatal es un desastre y está sumergida en una crisis irreversible. O, de tanto en tanto, la ciudad se transforma en un territorio hostil e inseguro. O, como si fuera un cable de último momento, se descubre la existencia de pobres, que encima ahora se sublevan; de territorios desahuciados, como el Chaco, que al parecer su único problema son estos meses de sequía; de coimas; de negociados de antaño; de esclavitudes laborales y de sitios infernales en plena capital. Cada hecho es analizado por el periodismo especializado con la ilusión de hacer creer al público que el tema en cuestión está en la agenda y es motivo de preocupación. Si el concepto de poder está en crisis –y lo está desde el mismo momento en que no se sabe a ciencia cierta dónde está él mismo—, el poder de los medios tradicionales tal vez sea el que se está llevando, junto con los políticos, la peor parte (basta una simple encuesta personal –no una auspiciada por consultoras asalariadas porque caeríamos de la sartén al fuego— para comprobar que se descree sistemáticamente de casi todo lo que se informa). Y aquí no se trata solo de aquella fórmula “causa visible-motivo oculto”, como la que relaciona, por ejemplo, violencia ciudadana e inversiones inmobiliarias en barrios cerrados, endurecimiento de penas y mayor control policial sobre las áreas de pobreza. O el desmantelamiento de las universidades públicas y el negocio de la enseñanza privada. O la que une a premiados y jurados de becas, subsidios o cargos en amistades de larga data o en alianzas redituables. O las guerras y atentados terroristas con intereses armamentistas y energéticos y no tanto civilizatorios o religiosos. No, el descreimiento es más complejo. Yo, como sujeto moderno, me fundo en no creer en nada que provenga de estructuras consolidadas que llevan en el propio mecanismo de funcionamiento y legitimación, en sus normas, formas y dogmas, las estrategias de manipulación y control —el banquete de Frankenstein: Internet, con su dispersión, pluralidad de voces, falta de legislación y anarquía, tipo cadena informativa de Rodolfo Walsh tecnificada, tiende a devorar a sus propios creadores y obliga al proceso personal de búsqueda, selección, juicio y descarte—. Incluso, y sobre todo, descreimiento del propio lenguaje. ¿Qué predicado común, qué condiciones reales de posibilidad, encuentra por ejemplo un hombre occidental cuando se refiere a los árabes? Discurso poco fiable el que sigue a un sujeto, como tantos otros, por demás esquivo. Entonces, si no creo en los grandes medios, si no creo en los políticos, si no creo en academias, instituciones y organismos más cercanos a cualquier cosa menos a la producción de conocimiento, la defensa de los derechos o demás causas honorables; si desconfío hasta de los usos del lenguaje, la única estrategia que le queda a esos poderes decadentes es que yo no posea los recursos para construir una forma propia de leer, de hablar, de pensar, de acceder a la realidad, cualquiera que ésta fuera. Y que a la hora de la verdad —comprar un libro, elogiar una película, aplaudir a un artista, ignorarlo, de ponerme a favor de los árabes, de los judíos, de la educación privada, de la pública, de reivindicar el aborto, de condenarlo, de apoyar el endurecimiento de penas, de relacionar pobreza con violencia y buscar responsables en otros lados, de asistir a marchas, de no hacerlo, de votar a fulano, a mengano, en blanco, en fin, de opinar, de participar, de actuar— opte por la vía fácil: repetir por afasia lo que dicen esos a los que ya no creo y sacarme el problema de encima. Los itinerarios personales, la vecindad inteligente, la desconfianza metódica, la crítica, la no imbecilidad como práctica son las estrategias de resistencia frente a una época que, la historia lo dice, podría llegar a poner-se nerviosa si cae en la cuenta de que está perdiendo el control. La infidelidad es dolorosa para el engañado; el ya no ser, aún más.

(Nota Editorial Revista Contratiempo Septiembre 2006)