Los
oficios divinos
Abordo el tren en la estación State/Lake, a
pasos de la fastuosa Milla Magnífica, rumbo a Oak Park, donde se
encuentra la casa-estudio de Wright. En las alturas férreas me asaltan dos imágenes: "ER" y "Metrópolis". Entre
los desencuentros amorosos de esos médicos demasiado humanos que deben lidiar
con las miserias cotidianas, siempre en inviernos ventosos, y el futurismo de
puentes que cruzan los cielos, glorifican la tecnología y entierran
las miserias en el subsuelo. La desoladora realidad y las expectativas utópicas.
En el medio, esta Chicago que fascina y repele, opulenta y a ratos, también miserable.
En Oak Park, a pocas cuadras de la estación
Harlem, se levanta el barrio de Wright y Hemingway: mansiones aristocráticas rodeadas de extensos jardines,
sin medianeras ni muros, la mecedora, las bicicletas, las calabazas sonrientes del reciente Halloween, las ardillas que corretean entre los montículos coloridos de este otoño soleado y ese bucolismo desentendido de los vicios de la ciudad y del
resto del mundo. De ese mundo cosmopolita y moreno que está a poquisimos
pasos de distancia y que se apelotona en los vagones atestados de la Green en un silencio amable y hosco. Un suburbio dorado con su propia periferia.
En la Bienal de Arquitectura de
Chicago pude ver desde proyectos urbanísticos para ciudades del tercer mundo hasta delirios desopilantes. ¡Ay,
los arquitectos! Es cierto que no tienen
(tenemos) el salvoconducto de los otros artistas, para los que la realidad es
una anécdota prescindible. Pero también es cierto que la cercanía divina con el
oficio de la creación de formas estéticas y habitables los ubica a veces en terrenos pantanosos. Otra vez, entre la imaginación utópica y la
realidad, que está allí. Y sobre todo, con mucha frecuencia, urgente e indigente.
Casa-Estudio de FLW (Fotos: Zenda Liendivit / Noviembre 2015)