La encantadora maldad
La cámara
sigue a los personajes con obsesión detectivesca. A diferencia del policial
clásico, sin embargo, no busca confesiones, pistas o huellas condenatorias. Ni siquiera
culpables. La cámara se posa sobre el infantil rostro de India, sobre el
irónico de Charlie, sobre el cuerpo atormentado de la madre pero también sobre faldas,
cajas, zapatos y flores con un solo objetivo: horadar la habitualidad sostenida
por el lenguaje. Indaga, con precisión quirúrgica, la genealogía no tanto de
una familia sino de la principal fuerza que la constituye y condena. Las bellísimas
imágenes de Lazos perversos transforman, a la manera de Baudelaire, al mal en una cuestión estética. Mientras
hacen entrar en crisis al concepto mismo de naturaleza humana -el ave de presa
ronda a su víctima un tiempo antes del ataque final, avisa la televisión que
nadie ve ni escucha- decretan una segunda realidad fundada en esos pliegos
visuales que, como en el barroco, registran el infinitesimal momento del cambio
y la comunión. Pero también hacen entrar en crisis a esa lógica que funda al
sujeto en la palabra. En el film nada de lo que se dice tiene demasiada
importancia. "Somos también esa foto que nos tomaron sin darnos cuenta y que nos
muestra un ángulo que no conocíamos", aclara India. Lazos perversos ubica a la
palabra en el banquillo, develando su indigencia y las posibilidades de
construcción fuera de ella. Posibilidades que también son formas de emancipación.