Tartagal, Corsi y la Biblioteca
El desprecio es un poderoso productor de formas, las que de acuerdo a desde donde se lo ejerza pueden llegar a naturalizarse y olvidar su origen. Para ejercer el desprecio hay que realizar previamente un proceso de valoración, medir el grado de relación de la propia sensibilidad con la cuestión (persona, acción o producción) considerada. La diferencia no es precisamente el móvil del desprecio sino el lugar que ocupa la misma en la escala de valores esenciales de esa sensibilidad. Cuando el objetivo del desprecio es una persona o un grupo, ya sea por características raciales, sociales, económicas, de género, etc, lo que se sustrae de ese grupo despreciado no es otra cosa que algún grado de humanidad. Por ello la facilidad de su eliminación. O la indiferencia ante ella. O el olvido de sus necesidades. Es irrelevante porque no se encuentra esa relación esencial con mi propia humanidad. Así, con total naturalidad, pueden ser arrasadas zonas enteras de la Argentina, inmersas en la pobreza, hoy en Tartagal, ayer en Santa Fe; pueden arder casas tomadas con niños adentro en plena Capital Federal, como ocurrió en enero en La Boca, y antes en Cromagnon. Pero también pueden quedar libres otros despreciadores compulsivos, como los pedófilos, con la simple excusa de que no se darán a la fuga -cuando tal vez la fuga sea lo mejor que le puede pasar a esa comunidad. Los niños, al fin y al cabo, parece que todavía no comparten el mismo estatuto que los adultos. Hay resabios medievales que perviven en la sociedad y que con frecuencia los vuelven objetos, sujetos al capricho de sus mayores, como ocurre cuando se debate sobre el aborto y se busca el momento exacto en que adquieren título de personas no susceptibles de eliminación. Resabios medievales por demás muy oportunos en este momento en que el sistema mundial del trabajo ya no necesita tanta mano de obra y sobra gente por todos lados. El desprecio también se puede plantear con una sonrisa socarrona frente a las cámaras de televisión cuando se justifica el acto criminal de no habilitar los ascensores de un establecimiento público como lo es la Biblioteca Nacional. Siete empleados de limpieza lo comprobaron en carne propia al precipitarse al abismo de ese desprecio y terminar en el hospital. Miles de alumnos, investigadores y público en general circulan por esa, y tantas otras, trampas mortales que anidan como hienas agazapadas en plena ciudad esperando cobrar su próxima víctima. Uno de los peores enemigos de cualquier comunidad es la complicidad con este desprecio vital, activo y siempre productor de formas, valores y catástrofes. Pensar en sus orígenes y modos de acción puede ser una buena estrategia para empezar a desmantelarlo.