Duchamp está en La Boca; sus obras se suceden, un poco monótonamente, a lo largo de las blancas salas de Proa. Afuera, en un duelo imposible entre vanguardia y tradición, el barrio intenta colarse a través de las fachadas de vidrio del nuevo edificio de la Fundación. Nos asomamos a la terraza de la confitería y tenemos una vista privilegiada de una de las zonas más taquilleras de Buenos Aires: una horrible y superficial pareja de bailarines de tango abre un hueco en sus rostros de madera para que sean ocupados por los interesados de turno; un par de bailarines de tango de carne y hueso empieza su rutina una y otra vez ante la multitud que se agolpa alrededor. Las chapas de los conventillos, colores perfectos como para que salgan bien en las fotos, centellean bajo los rayos del sol de la tarde de domingo. Negocios y kioscos atiborrados de objetos en serie para contener las hordas ansiosas de llevarse un certificado de que estuvieron allí. Un poco después, las cantinas; un poco más allá –casi todo el barrio- la pobreza y el abandono que quedaron afuera del interés urbano y del circuito turístico. Justo enfrente, y dominando el riachuelo, el cielo y el horizonte, el monumental puente Avellaneda. Otra obra de arte.