Lo efímero y lo eterno
Uno de los viajes que
se me quedó más grabado en la memoria y en el cuerpo, fue el que realicé a
Córdoba a mediados del año pasado. Ya perdí la cuenta de cuántas veces estuve
en la ciudad. Lo que me resulta más curioso es que me recordó a otro, allá por
2006, donde sentí lo mismo: algo así como estar en casa. Cosa que no ocurría
cada vez que viajaba, con sensaciones a veces totalmente contrarias. No sé bien
por qué o cómo ocurren esas iluminaciones. Tampoco, por qué grandes y
publicitadas ciudades mundiales a veces no dejan “eso” y en cambio, otras,
menos pretenciosas se nos graban en el cuerpo. Porque de eso se trata, el
recuerdo radica ahí, ese vértigo que retorna cuando pensamos en ella, aunque
hubieran pasado décadas. Sería algo parecido al amor, tan misterioso como inexpugnable
a la razón: nadie se atrevería a explicar a ciencia cierta por qué relaciones
largas y consolidadas caen en el olvido con extrema facilidad y otros instantes se nos
quedan en el cuerpo durante el resto de la vida. Inexplicable el amor,
inexplicables las formas de la experiencia.
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