Reflexiones contra-autoritarias
Capitalismo, molicie e insurgencias
Algunos grandes diarios del mundo se
asombran de que aunque el virus no ha cedido en su capacidad de contagio hay ciudades
que están retornando a una normalidad no demasiado novedosa. La gente sale a
las calles, legal o clandestinamente, a retomar la vida suspendida a principios
de año. Hay varias lecturas sobre esta aparente contradicción. La más sencilla,
es que el hombre moderno no tolera encierros prolongados. Incluso, prefiere
morir haciendo lo que desea a conservarse aislado entre cuatro paredes, por
decreto y por tiempo indefinido. El “yomequedoencasa” ya perdió efectividad en
ciertos contextos. Aquí en Buenos Aires como en el resto del mundo. Dura
derrota tanto para aquellos grandes medios, que se suponían formateadores de
voluntades, como para los Organismos de Salud, que siguen vaticinando segundas
y terceras olas virósicas.
Pero también hay otras miradas que si bien tienen
raíz en lo económico, va más allá de ese plano. La híper modernidad ha creado
un ser humano adicto al instante, al tiempo presente, a la satisfacción
inmediata. Esos “histéricos, insoportables y caprichosos” con los que se ha
identificado a los porteños por parte de los defensores de la obediencia sin
fisuras, suelen abundar en las grandes metrópolis capitalistas de todo el mundo.
La pandemia llegó en mal momento: aún la vida virtual no ha sustituido a la
material. Aún el otro sigue siendo, en su totalidad física (y no en su realidad
digital) el espejo donde nos miramos y nos reflejamos, nos encontramos y
también nos perdemos. Un ejemplo radical fueron las multitudes contra el racismo
que llenaron plazas y calles en Europa y EEUU, indiferentes a prohibiciones y
recomendaciones sanitarias, o las últimas protestas masivas en Santa Fe por las pretensiones expropiatorias del gobierno. Los casos más triviales, la cotidiana desobediencia
social a través de encuentros secretos para la celebración o la simple reunión,
en casas particulares o en plazas para hacer ejercicios. Ni redes sociales ni
tecnología alguna pueden todavía superar ese instante supremo donde los cuerpos
se reconocen, se tocan, se abrazan, arman barricadas o se entrelazan para enfrentar
la adversidad.
Si el estado de “cuarentena” tiende a ser semipermanente (como
ya están soñando las altas autoridades sanitarias del mundo, siempre con el
argumento del miedo como gran controlador), el hecho podría generar dos tipos de sujetos
“neomodernos”: el atrapado en la molicie de la comodidad económica, con el
sueldo garantizado a fin de mes, defensor y cliente eterno de ese gobierno que se lo provee y
contra el que no se puede revelar (como sería el empleado estatal, en todas sus
variantes y ámbitos). Y el otro, el insurgente, el conspirador, el que transformará
la restricción en potencia fértil y creativa, como es el destino de toda prohibición, que siempre termina generando aquello que cercena .
Recuperar la administración del
tiempo, del cuerpo, de los desplazamientos, de los afectos, nada tiene que ver,
sin embargo, con una tácita conformidad con el sistema imperante. Confundir una
defensa férrea del capitalismo, el trabajo y el individualismo con esta última
actitud es un pésimo diagnóstico. No solo porque el planteo sanitario no puede
reducirse a la dicotomía “apertura-restricción” (hay otras alternativas de cuidado
social sin caer en las prohibiciones ni en debacles económicas), sino porque
esa administración no será negociable a largo plazo precisamente a raíz del
mismo sistema que ha creado también sus propios verdugos, de los que depende. El
capitalismo, al cercenar las libertades a través de lo económico por un lado, en
mayor o menor medida de acuerdo a cada territorio, deja abiertas las demás
compuertas para todo los demás, no por elección sino por mecanismo intrínseco
de supervivencia y reproducción. Se adquiere algo parecido a la libertad a
costa de entregarla, pero este contrato será siempre revisable y en algún
punto, flexible.
Subestimar al hombre “capitalizado”, definirlo como un
sometido o domesticado, es un error, tanto como definir al capitalismo como un
eterno productor de atrocidades: la práctica reflexiva (para las mentes
dispuestas a cultivarla), que posibilita aquella libertad negociada permite detectar
las estrategias de dominación y control
pero también, facilita las engañifas y los procedimientos para sortearlas. Es
en última instancia, un capitalismo que produce sus tramas y al mismo tiempo,
sus contra construcciones.
La vigilancia restrictiva, con la que tanto insisten
las Organizaciones de Salud y a la que muchos gobiernos se pliegan sin
cuestionamientos, viene a romper ese contrato y a imponer una variante sin
compuertas ni salidas de emergencia. Es la dominación en bruto y sin
creatividad, autoritaria y empobrecedora, y cuyos fines aún permanecen bajo
sospecha debido a las constantes contradicciones comunicacionales, que muchas
veces se asemejan más a un show televisivo armado para las plateas mundiales,
con libretos que se repiten en diferentes partes del planeta, que a una
auténtica comunicación de contenidos.
La gran metrópolis, la más golpeada en esta pandemia, surge entonces también
como la gran díscola a dichas vigilancias y decretos. Comprender esto es
ampliar el panorama de la peste a algo más que datos sanitarios y recetarios
emitidos en serie y que pocas veces tienen en cuenta la historia clínica del
paciente.