viernes, 12 de junio de 2020

CAPITALISMO, MOLICIE E INSURGENCIA

Reflexiones contra-autoritarias
Capitalismo, molicie e insurgencias


Algunos grandes diarios del mundo se asombran de que aunque el virus no ha cedido en su capacidad de contagio hay ciudades que están retornando a una normalidad no demasiado novedosa. La gente sale a las calles, legal o clandestinamente, a retomar la vida suspendida a principios de año. Hay varias lecturas sobre esta aparente contradicción. La más sencilla, es que el hombre moderno no tolera encierros prolongados. Incluso, prefiere morir haciendo lo que desea a conservarse aislado entre cuatro paredes, por decreto y por tiempo indefinido. El “yomequedoencasa” ya perdió efectividad en ciertos contextos. Aquí en Buenos Aires como en el resto del mundo. Dura derrota tanto para aquellos grandes medios, que se suponían formateadores de voluntades, como para los Organismos de Salud, que siguen vaticinando segundas y terceras olas virósicas. 

Pero también hay otras miradas que si bien tienen raíz en lo económico, va más allá de ese plano. La híper modernidad ha creado un ser humano adicto al instante, al tiempo presente, a la satisfacción inmediata. Esos “histéricos, insoportables y caprichosos” con los que se ha identificado a los porteños por parte de los defensores de la obediencia sin fisuras, suelen abundar en las grandes metrópolis capitalistas de todo el mundo. La pandemia llegó en mal momento: aún la vida virtual no ha sustituido a la material. Aún el otro sigue siendo, en su totalidad física (y no en su realidad digital) el espejo donde nos miramos y nos reflejamos, nos encontramos y también nos perdemos. Un ejemplo radical fueron las multitudes contra el racismo que llenaron plazas y calles en Europa y EEUU, indiferentes a prohibiciones y recomendaciones sanitarias, o las últimas protestas masivas en Santa Fe por las pretensiones expropiatorias del gobierno. Los casos más triviales, la cotidiana desobediencia social a través de encuentros secretos para la celebración o la simple reunión, en casas particulares o en plazas para hacer ejercicios. Ni redes sociales ni tecnología alguna pueden todavía superar ese instante supremo donde los cuerpos se reconocen, se tocan, se abrazan, arman barricadas o se entrelazan para enfrentar la adversidad. 

Si el estado de “cuarentena” tiende a ser semipermanente (como ya están soñando las altas autoridades sanitarias del mundo, siempre con el argumento del miedo como gran controlador), el hecho podría generar dos tipos de sujetos “neomodernos”: el atrapado en la molicie de la comodidad económica, con el sueldo garantizado a fin de mes, defensor y cliente eterno de ese gobierno que se lo provee y contra el que no se puede revelar (como sería el empleado estatal, en todas sus variantes y ámbitos). Y el otro, el insurgente, el conspirador, el que transformará la restricción en potencia fértil y creativa, como es el destino de toda prohibición, que siempre termina generando aquello que cercena . 

Recuperar la administración del tiempo, del cuerpo, de los desplazamientos, de los afectos, nada tiene que ver, sin embargo, con una tácita conformidad con el sistema imperante. Confundir una defensa férrea del capitalismo, el trabajo y el individualismo con esta última actitud es un pésimo diagnóstico. No solo porque el planteo sanitario no puede reducirse a la dicotomía “apertura-restricción” (hay otras alternativas de cuidado social sin caer en las prohibiciones ni en debacles económicas), sino porque esa administración no será negociable a largo plazo precisamente a raíz del mismo sistema que ha creado también sus propios verdugos, de los que depende. El capitalismo, al cercenar las libertades a través de lo económico por un lado, en mayor o menor medida de acuerdo a cada territorio, deja abiertas las demás compuertas para todo los demás, no por elección sino por mecanismo intrínseco de supervivencia y reproducción. Se adquiere algo parecido a la libertad a costa de entregarla, pero este contrato será siempre revisable y en algún punto, flexible. 

Subestimar al hombre “capitalizado”, definirlo como un sometido o domesticado, es un error, tanto como definir al capitalismo como un eterno productor de atrocidades: la práctica reflexiva (para las mentes dispuestas a cultivarla), que posibilita  aquella libertad negociada permite detectar las estrategias  de dominación y control pero también, facilita las engañifas y los procedimientos para sortearlas. Es en última instancia, un capitalismo que produce sus tramas y al mismo tiempo, sus contra construcciones. 

La vigilancia restrictiva, con la que tanto insisten las Organizaciones de Salud y a la que muchos gobiernos se pliegan sin cuestionamientos, viene a romper ese contrato y a imponer una variante sin compuertas ni salidas de emergencia. Es la dominación en bruto y sin creatividad, autoritaria y empobrecedora, y cuyos fines aún permanecen bajo sospecha debido a las constantes contradicciones comunicacionales, que muchas veces se asemejan más a un show televisivo armado para las plateas mundiales, con libretos que se repiten en diferentes partes del planeta, que a una auténtica comunicación de contenidos. 

La gran metrópolis, la más golpeada en esta pandemia, surge entonces también como la gran díscola a dichas vigilancias y decretos. Comprender esto es ampliar el panorama de la peste a algo más que datos sanitarios y recetarios emitidos en serie y que pocas veces tienen en cuenta la historia clínica del paciente.