Las palabras y los mundos
Cada vez que a la realidad se la trata de
encorsetar en una dicotomía, no solo termina empobrecida sino que suele generar
efectos imprevisibles y hasta indeseados. Ya sabemos que el lenguaje es un
campo de batalla: quien tiene el poder de nombrar está delimitando el mundo que
habitaremos. Romper ese lenguaje “oficial”, hacerle engañifas como espacios de
libertad, suele ser tarea de filósofos y poetas. Lo vemos a diario en la
práctica política. Ayer no fue la excepción. El oficialismo (y sus voceros)
salió rápidamente a nombrar la situación: hay gorilas desestabilizando al país.
No existe, para ese mundo estrecho e inventado, ninguna otra alternativa ni por
supuesto, la duda. Que suele ser señal de inteligencia. Todo lenguaje es
metafórico y lo simbólico adquiere aquí un papel esencial y sesgado: el
“gorila” (“los que no nos quieren”) en desmedro de “vicentín” (o la defensa de
las formas institucionales, el rechazo al autoritarismo y a las extorsiones
judiciales y no la adhesión a una empresa ni a sus empresarios). Y aún más: el
“campo” como enemigo eterno y poderoso que ya nos ganó la “guerra” una vez. No:
“gorilas” es más eficiente. Y sobre todo, clausura el diálogo y la escucha al
reducir las infinitas posibilidades de ese lenguaje en disputa. Una cosa es pelearse
con la oposición; otra, con miles de manifestantes a los que encima se tiene
que gobernar. Equivale, siguiendo con las metáforas, a empezar a cavar la fosa
antes de tiempo. CFK, artífice de que Alberto F estuviera en el cargo, lo sabe
en carne propia: agrietadora serial, hoy es una paria política, con poder pero
paria al fin. Espanta no solo votos sino cualquier rol activo y a la luz del
día dentro del gobierno. Está en las sombras no precisamente porque sea cultora
del bajo perfil. Pero Alberto F. todavía tiene que gobernar un buen rato. Tiene
que anunciar, por ejemplo, una extensión y restricción de la cuarentena eterna
que no solo resultan de dudoso cumplimiento por razones de supervivencia: con
el nuevo panorama, es muy factible la aparición de focos de tensión que él
mismo se encargó de avivar al maltratar a sus gobernados. Si no son gorilas,
son culpables por el aumento de contagiados y muertos al haber salido a correr
y a mirar vidrieras. Ni la duda ni la autocrítica asoman en el horizonte. Imposible
en este contexto saber qué dirá (y hará) de la situación económica pos
pandemia: ojalá no culpe a los pobres y empobrecidos de existir solo para
desestabilizar su gobierno. No se sale indemne después de estos gestos, ni
aunque se utilice el tono paternal mientras se pide (exige) un sacrificio más,
porque él “está enamorado de la vida” y otras sensiblerías semejantes. Acumular
poder en base a enfrentar unos contra otros, no manejar el lenguaje que
construye pero también destruye tiene estas desventajas: el odio agota,
dilapida energías de la sociedad que, harta y extenuada, termina por llevar a
la hoguera a aquellos que lo avivaron.