viernes, 30 de diciembre de 2016

INFIERNO

Infierno


La tarde venía extraña, lo intuía, no solo por el calor agobiante, casi desesperante: la atmósfera se respiraba espesa, pero desde hacía unos años diciembre venía enrarecido, tal vez desde 2001. Un mes que tiñe de muertos la ciudad no suele ser fácilmente reversible en el tiempo, como si  la sangre insistiera, se hundiera en calzadas, veredas, muros, y aunque se tornara invisible, allí está, permanece, como esas cicatrices en el cuerpo que recién con el tiempo se van atenuando. Y a veces, ni eso. Un cuerpo cicatrizado habla más que cualquier discurso reservado para los libros de historia, o para las efemérides utilitarias de los medios de comunicación. Cuerpo incrustado en el ulular enloquecido de sirenas: algo está pasando, pensé entonces, un bloque sonoro, homogéneo, que no daba tregua ni resquicio y así la noche se iba incrustando también  en ese sonido ininterrumpido que jamás trae nada bueno, como el teléfono que suena a la madrugada, que horada y aturde, un gran incendio, supuse, uno de grandes proporciones. El calor asfixiaba premonitorio, la cabeza me estallaba, maldito verano, pensé como pienso siempre que empieza el verano, cuando la ciudad arde naturalmente, y la gente huye como si viniera la peste, a las playas, a las sierras, a donde sea, una plaga de temperaturas inhumanas, fetidez de cemento humeante, efluvios y tráfico enloquecido. La ciudad ardía y a alguna hora, mi cerebro también, pide tregua, se recuesta y escucho a lo lejos el trajinar típico de una casa que se prepara para la cena y cerca, ese ulular continuo, como si se hubiera estampado en el cerebro y ahora lo acorralaba, lo urgía a que despierte. Me resisto entonces, cierro los ojos para conjurar el dolor que me había bajado a la nuca, a la frente, y que tan bien conocía, inmune a cualquier farmacopea. No había redes sociales entonces, ni selfies, ni estados de ánimo ventilados al infinito, ni voces desesperadas de soledad que conjuran en forma continuada, como bloques compactos, al silencio, incluso, a la discreción y a la distancia. Despertate, escuchaba ya no a lo lejos sino desde adentro, desde ese cerebro acorralado que se rebelaba al dolor pero también al sonido siniestro que no cesaba, como esos autos que olvidan la alarma justo enfrente de tu ventana y suenan toda la noche. Abro los ojos, enciendo la televisión, la pantalla me da el tiro de gracia, alguien está haciendo tarta y me llega el olor, manoteo el control para apagar la luminosidad siniestra que se entabla con la pieza en penumbras. Tarde. El zócalo de Crónica, el único canal que informó durante horas en vivo y en directo, variaba el número cada segundo, el número, porque en ese momento era un número que crecía, en título catástrofe, bien al estilo Crónica, de muertos. El infierno había fijado domicilio temporal en pleno corazón de Buenos Aires y extendía rápidamente sus dominios: mientras incineraba muros y cuerpos en una masa amorfa y humeante de un boliche de Once, también iba tras  políticos, empresarios y gobernantes, que huían desesperados, como si efectivamente hubieran visto al mismo diablo.