Infierno
La tarde venía extraña, lo
intuía, no solo por el calor agobiante, casi desesperante: la atmósfera se
respiraba espesa, pero desde hacía unos años diciembre venía enrarecido, tal
vez desde 2001. Un mes que tiñe de muertos la ciudad no suele ser fácilmente
reversible en el tiempo, como si la
sangre insistiera, se hundiera en calzadas, veredas, muros, y aunque se tornara
invisible, allí está, permanece, como esas cicatrices en el cuerpo que recién
con el tiempo se van atenuando. Y a veces, ni eso. Un cuerpo cicatrizado habla
más que cualquier discurso reservado para los libros de historia, o para las efemérides
utilitarias de los medios de comunicación. Cuerpo incrustado en el ulular
enloquecido de sirenas: algo está pasando, pensé entonces, un bloque sonoro,
homogéneo, que no daba tregua ni resquicio y así la noche se iba incrustando
también en ese sonido ininterrumpido que
jamás trae nada bueno, como el teléfono que suena a la madrugada, que horada y
aturde, un gran incendio, supuse, uno de grandes proporciones. El calor
asfixiaba premonitorio, la cabeza me estallaba, maldito verano, pensé como
pienso siempre que empieza el verano, cuando la ciudad arde naturalmente, y la
gente huye como si viniera la peste, a las playas, a las sierras, a donde sea,
una plaga de temperaturas inhumanas, fetidez de cemento humeante, efluvios y
tráfico enloquecido. La ciudad ardía y a alguna hora, mi cerebro también, pide
tregua, se recuesta y escucho a lo lejos el trajinar típico de una casa que se
prepara para la cena y cerca, ese ulular continuo, como si se hubiera estampado
en el cerebro y ahora lo acorralaba, lo urgía a que despierte. Me resisto
entonces, cierro los ojos para conjurar el dolor que me había bajado a la nuca,
a la frente, y que tan bien conocía, inmune a cualquier farmacopea. No había
redes sociales entonces, ni selfies, ni estados de ánimo ventilados al infinito,
ni voces desesperadas de soledad que conjuran en forma continuada, como bloques
compactos, al silencio, incluso, a la discreción y a la distancia. Despertate,
escuchaba ya no a lo lejos sino desde adentro, desde ese cerebro acorralado que
se rebelaba al dolor pero también al sonido siniestro que no cesaba, como esos
autos que olvidan la alarma justo enfrente de tu ventana y suenan toda la
noche. Abro los ojos, enciendo la televisión, la pantalla me da el tiro de
gracia, alguien está haciendo tarta y me llega el olor, manoteo el control para
apagar la luminosidad siniestra que se entabla con la pieza en penumbras.
Tarde. El zócalo de Crónica, el único canal que informó durante horas en vivo y
en directo, variaba el número cada segundo, el número, porque en ese momento
era un número que crecía, en título catástrofe, bien al estilo Crónica, de
muertos. El infierno había fijado domicilio temporal en pleno corazón de Buenos
Aires y extendía rápidamente sus dominios: mientras incineraba muros y cuerpos
en una masa amorfa y humeante de un boliche de Once, también iba tras políticos, empresarios y gobernantes, que
huían desesperados, como si efectivamente hubieran visto al mismo diablo.