Cría cuervos
Qué peligrosos resultan estos diagnósticos que se lanzan
como piedras sobre inexistentes sujetos colectivos, apuntando justo al corazón
de las debilidades humanas. Peligroso por varios motivos: el más obvio es que
los que los formulan no son psicólogos, psiquiatras ni nada por el estilo
(Nietzsche, que era filósofo-psicólogo, ha muerto y no dejó herederos). Después,
porque el resentimiento siempre funda esclavos. Y finalmente, porque la
argumentación es tan reductiva y sobre todo descalificadora, que no promueve al
paso siguiente. Clausura antes de empezar. Es llevar la discusión política al
subsuelo. Algo así como cuando en la infancia decíamos “te voy a acusar con tu
mamá”, “me hace burla” y demás. Aunque hay un estereotipo detestable tanto del
hombre como de la mujer de clase media, muy bien retratado y sobre todo con más
gracia por Arlt, hay que reconocer también que con los estereotipos jamás se hizo
nada demasiado creativo. La carne y el hueso reclaman otros tratamientos (y ni qué decir si después se los va a necesitar para el voto). Una cosa es la actitud
polémica, siempre vital y activa, y otra, la actitud incendiaria, reactiva, que
luego protesta al quedar entrampada en su siembra. La Argentina, por
historia, debería tener un poco más de cuidado con estos usos de la violencia,
sobre todo cuando parten del poder. Nadie podrá decir que es lo mismo que un
ciudadano o un grupo de ciudadanos
comunes
vociferen o deseen muertes grupales a que lo haga un gobierno. Nunca es la
misma responsabilidad. Son exabruptos:
la
gente suele ser así cuando se transforma en horda, un poco bravucona suele
dejar cementerios virtuales a su paso. Maldecir es privilegio del pueblo, no de
sus gobernantes. Y no dejarlo pasar, es mostrar una debilidad extrema, una
inseguridad desconcertante. Como si se oliera el miedo. Y esto nos lleva a otro
razonamiento: el miedo también esclaviza. Deja flancos demasiado abiertos para
que aquellos otros poderes, agazapados en la sombra, den el zarpazo servido en
bandeja por el argumento pasional, por la provocación gratuita. Al fin y al
cabo, cuando la comunicación se reduce a esa mínima expresión, ¿cuál es el paso
siguiente? El mismo que en la infancia cuando alguien nos hacía burla, nos
ostentaba lo que no teníamos, lo que no éramos, lo que deseábamos: acorralados
por la afasia y la impotencia, asestábamos el manotón al cuerpo del otro y con
eso zanjábamos la cuestión. Nos íbamos a
cenar, a dormir y a esperar el día siguiente para volver a jugar con nuestra
víctima-verdugo. Pero avisamos: la infancia se terminó.