FOTO: PORTO ALEGRE / JULIO 2012
Llegamos a Porto Alegre a las tres de la tarde, hace frío pero no es la helada Buenos Aires que dejamos a la mañana. La primera vez en una ciudad siempre genera expectativa: por un lado, todo es desconocido pero también, fragmentos de otras ciudades se dan cita en la novedad y el descubrimiento se trastoca, a ratos, en reconocimiento. Cae la tarde y el centro histórico está en ebullición. Como toda metrópolis populosa, la actividad laboral afuera compite con la de adentro de los edificios: vendedores ambulantes, cambistas, ferias de lo que sea, puestos de comida y mendigos se disputan el espacio público y se abren paso entre la gente que sale de las oficinas. Apenas unas horas después, eso estará desierto. Hay calles demasiado oscuras y cierto racionalismo degradado de los años 50 define un perfil que oscila entre la decadencia y la prosperidad. Extremos que se traducen en su topografía: Porto Alegre, como San Pablo, transcurre en niveles. Salvar las diferencias es el desafío.