Ciudad Gótica
Hay que invertir en conocimiento y prevención, así debería Ud. retornar
al mundo, le dice Alfred a un Batman-Wayne retirado de la actividad justiciera
desde hace largo tiempo. Nada de máscaras, capas y batimóviles, esos tiempos
pasaron. Quedaron atrás con la misma infancia. El mal ya no está focalizado en un
sitio o personaje sino que el tema es un poco más complejo. Está, en realidad,
en las mismas estructuras, funda y destruye a la vez. Por eso, la receta del
mayordomo no parece inverosímil para el siglo XXI. Gatúbela, la encantadora y
eterna enemiga, lo ratifica: quiere abandonar Gótica porque está harta de la
maldad ciudadana. Y hasta los villanos de este último capítulo de la trilogía de
Nolan no son más que la producción indeseada de una ciudad que tarde o
temprano terminará por devorarse a ella misma. Pero, ¿cómo hacer entonces un
film de superhéroes en un siglo que ya enterró disfraces y grandes ideales? Si
ya no se puede domiciliar al mal ni tampoco al bien, ¿qué conflictos sostendrán
los nuevos relatos? Y de manera más general, ¿cómo sostener una ficción cuando
la palabra está en crisis? Hollywood lo resuelve de
manera brillante con las infinitas posibilidades del lenguaje visual, con la utilización
de efectos y ediciones que provocan criterios de verdad más ingresivos aún que
cualquier discurso. De hecho, todo discurso verbal en el film adquiere tono de cómic o de aburrida moralina. Sus poderosas megaproducciones se espejan en el contexto de la cultura en
general: sus modos de transmisibilidad, indudablemente, están cambiando. Ya no
hay héroes con capa ni infancia posible. Ni palabras plenas ni grandes emisores
confiables. Hay apenas el murmullo de una ruina que resistiendo al tiempo, como
el casi siempre derrotado Batman, traza los límites de lo que no se puede
escapar –esa Gótica maldita y fascinante- y que a la vez exige nuevas formas para ser
pensado.