Cerveza, romance y nostalgia
A contrapelo de la historia, de lugar fundacional y generador de ciudad, el centro de Asunción padece los efectos de los actuales criterios urbanísticos de metropolización. La constante expulsión de las actividades del casco histórico hacia periferias más espaciosas y modernas y el consecuente abandono de aquél. El centro de Asunción, a la noche, está desierto. Y la expresión es literal. Más que pueblo fantasma, las calles parecen la escenografía olvidada de una película que suspendió su rodaje. No hay nadie, ni autos ni gente. De tanto en tanto, muy de tanto en tanto, uno se topa con algún mendigo o algún móvil policial. Caminar por Palma o Estrella a las diez de la noche es escucharse a sí mismo y, a veces también, reflotar el antiguo temor infantil de sombras y pasos que nos acechan en la oscuridad. La zona portuaria, sin embargo, resiste con sus reductos: hay choperías y karaoke para el turismo, cabarets de poca monta y sitios indescifrables para la población marginal. La Chopería del Puerto está en los confines de Palma, allí donde ya se presiente la presencia del río; es el bar de moda y alternativo al ocio acomodado de Villa Morra o Los Laureles. Esa noche de lunes hay poca gente. Un sólo salón en penumbras, que se desmaterializa en la vereda, atestada de mesas y sillas, de cuyas paredes cuelgan anclas, redes, fotos antiguas y elementos portuarios varios. En la barra, ubicada en el medio, un par de parroquianos bebe en silencio y mira la nada. La atmósfera es tan lograda que, en cualquier momento, podrían entrar los marineros y golpeando la mesada, exigir cerveza y mujeres. Pero nada de eso ocurre. La moza, una joven morena que tiene un ligero tono portugués, nos sugiere la especialidad de la casa que no está en la lista, lomo con base de salsa de cerveza que resulta exquisito. A las diez en punto, un guitarrista solitario ocupa el fondo del salón y arremete con temas viejos. Ven, que el tiempo corre y nos separa, la vida nos está dejando atrás… canta y no se parece a Roberto Carlos pero está bien. El lugar se sigue poblando; a pesar del frío, los más jóvenes prefieren la vereda. En las inmediaciones, el silencio sólo se quiebra por el karaoke que amenaza los oídos y por chicos que brindan por lo que sea. El resto, desierto. El fin de semana esto se llena, nos dice el encargado. Para que todos sepan, a quien tú perteneces, con sangre de mis venas te marcaré la frente… exagera el otro. Rosamel Araya en un bar de marineros, pensamos, y suena medio contradictorio aunque no tanto. En última instancia, la zona –excluyendo a estos pocos sitios de moda- está como cuando éramos chicos. Que es una forma de decir que se mantiene igual a sí misma a través de los siglos. Aquí no hubo topadoras sino un leve reciclaje, de allí cierto aire nostálgico que la envuelve, una forma de resguardo de la mitología portuaria a fuerza de abandono que sobrevive entre galpones, tinglados, luces rojas y algún edificio de estilo de tiempos mejores.