A nuestra llegada a Asunción, a fines de abril, se decreta el Estado de excepción en cinco departamentos del norte del país. El motivo es el EPP (Ejército del Pueblo Paraguayo), que opera en la zona de Concepción y que se ha vuelto un dolor de cabeza para todo el mundo. El Vicepresidente Franco (una versión paraguaya de Cobos, en cuanto a su enfrentamiento con el Presidente), habla en los medios y afirma que Lugo no hará nada para atrapar a los guerrilleros, que la medida es solamente un tranquilizador de conciencias espantadas por las noticias de secuestros, recompensas y asesinatos ocurridos últimamente en la zona. Lugo, entonces, refuta y afirma que sí, que la intención es capturarlos, y no solamente, incluso matarlos. Por esos días se produce también un atentado contra el senador liberal y periodista, Robert Acevedo, en el departamento vecino de Amambay, específicamente en Pedro Juan Caballero. El hombre se salva de milagro, según ABC Color, y acusa al narcotráfico y a otras mafias que operan en la zona; mueren en cambio dos de sus custodios. Además de la pobreza extrema, la precariedad laboral, las inclemencias del clima y de la geografía de montes y esteros, la desnutrición y la ignorancia, el norte del Paraguay se halla asolado, desde tiempo inmemorial, por bandas criminales, y más recientemente por guerrillas rurales y ahora por militares. Frente a la cada vez más floreciente zona central, el norte parece condenado a un destierro eterno, una suerte de excomunión en el propio territorio donde más que habitar se vagabundea o se sobrevive, al azar de los bandoleros de turno. Una forma de extranjería de la que nadie se hace cargo, ni la dictadura del pasado ni las democracias actuales, como si fuera una situación natural, una suerte de maldición bíblica heredada a través de los siglos y estigmatizada, encima, por el carácter de zona de paso hacia el Brasil. O, en el peor de los casos, como escenario recordatorio de la gran derrota final de la guerra del 70.