Durante casi todo el tiempo que duran las entrevistas, Frost parece desconcertado, como si sintiera en carne propia la diferencia abismal que lo separa de su contrincante. Entreabre los labios, amaga con hablar, a ratos parece aturdido. Enfrente tiene nada menos que a Níxon dando cátedra, cómodo, soberbio, revirtiendo a su favor cada una de las preguntas. Seguro de sí mismo, un ídolo caído que no acepta la realidad y se sigue sintiendo omnipotente. Manipulador, miserable por lo bajo, un hipócrita frente a las cámaras. Pero Goliat tiene un lado débil que se lo sirve en bandeja a David para que le aseste el hondazo demoledor. Entonces comienza la caída, lenta, tortuosa, la imagen en primer plano de las transformaciones del rostro, la anhelada confesión que parece surgir de algún sitio remoto de la estructura psíquica del ex presidente, un sitio hasta entonces inexpugnable que viene a ser tomado por asalto por ese presentador televisivo, frívolo y oportunista. “Si lo hace el Presidente de los EEUU es legal”, o algo así, afirma el ya nervioso entrevistado y la estupefacción de Frost, el silencio incrédulo de la sala de grabación, la impotencia de sus asesores: bienvenidos a la corrupción legitimada. Un país, un mundo boquiabierto, es lo que celebran al final periodista y colaboradores. Y, por qué no, un nuevo periodismo, más emocional, de éxito seguro, para un público que ama las ficciones épicas (Michael Sheen recuerda un poco a Dustin Hoffman, se posesiona del papel de tal forma que lo hace mejor que si lo hubiera interpretado el mismo Frost). Nixon se retira, abatido, consciente de que lo venció un rival muy por debajo de su capacidad intelectual (tal vez esa sea la parte más dolorosa de su derrota). Y en su retiro, en el andar lento de viejo arrasado por el tiempo, hay algo de Hitler en La caída y de de Don Corleone en sus últimos momentos, jugando a las escondidas con su nieto en la bellísima finca italiana. Poderosos, superhombres, a los que les llegó la hora, como al resto de los mortales.