Una que sepamos todos
El sonido de tambores de la murga convive con los esfuerzos del cantante del Centro de la Cultura por entonar Atardecer de un día agitado y la potencia de Pink Floyd, con The Wall, desde los altoparlantes. La 3 es el corazón de la Villa Gesell nocturna. Una multitud se agolpa a lo largo de sus cuadras y se detiene en cada una de sus estaciones transitorias: equilibristas, artistas callejeros, artesanos y negocios de casi cualquier cosa. Una multitud donde predominan los adolescentes: están en todas partes, se mueven en racimos y por lo general los chicos van por un lado y las chicas por el otro. Esto ayuda al objetivo primordial de esos desplazamientos: el juego de la seducción, la conquista, el descubrimiento. Gesell es muy joven, los adultos que deambulan por calles y playas ocupan un rol secundario, y, por lo general, de discretos custodios de esa juventud siempre demasiado expuesta. Los adolescentes parecen, sin embargo, un malón con ciertas premisas tácitas: nada de ostentación -el lujo es vulgaridad resuena en la voz del Indio Solari, y parece un himno. Se visten en forma sencilla -solo de tanto en tanto alguna prenda de marca-, como para dejar bien en claro que no son promotores gratuitos de nadie. Son austeros, planifican su economía vacacional y escuchan ofertas, sobre todo de los pubs que se los disputan como trofeos. A la playa la ven un rato a la tarde, luego, la larguísima noche que empieza en el departamento de alguno, a manera de aguante hasta las mágicas dos de la mañana, y termina sobre la mesa de algún café de la 3, cuando el sueño y el sol los mandan de vuelta a casa. Se diferencian notoriamente de sus predecesores de la década pasada y guardan, tal vez, algo de aquel espíritu bohemio que caracterizó a las playas hace varias décadas atrás. Pero ya casi no hay fogones. Alguien invita a uno para mañana a la noche, circulan fotocopias de las canciones que se irán a entonar, está El oso. Habrá que ver si la saben de memoria.