A los lectores:
Desde que se inició la pandemia, un
equipo de la redacción investigó, día y noche, en los principales diarios,
organismos e instituciones sanitarias y otras fuentes confiables a nivel
nacional e internacional, el tema del coronavirus. A la primera reacción, es
decir, creer en lo que nos estaban informando, empezaron a surgir las dudas.
Hubo algo que no cerraba y que se podría sintetizar en un concepto: montaje.
Las noticias se repetían con una similitud inverosímil, tratándose de contextos
tan diferentes (solo la ficción tiene ese poder, pensar en Borges: la realidad
es mucho más caótica). Ese fue el primer llamado de atención: había un libreto
de los “contagiados”, los ataúdes, las fosas, las fotos, etc. Lo segundo y más
dramático, las “cifras”: algo tampoco cerraba en las formas de comunicar la
enfermedad, y en las formas de “esconder” las otras, tan similares a esta pandemia.
No, no cerraba que la gripe, la neumonía, la bronquitis, las enfermedades
pulmonares que desgraciadamente siguen siendo algunas de las principales causas
de defunción en grupos de mayor edad y con enfermedades previas, hubieran
desaparecido del mapa (casualmente las poblaciones más afectadas por esta
pandemia). Otra cosa que nos llamó la atención fue la Universidad de
Hopkins, en EEUU, la única que lleva el siniestro conteo. Universidad que allá
por la década del 40 hizo experimentos de enfermedades con poblaciones del 3°
mundo (que también lo informamos hace un par de meses). Y hablando de
instituciones, las constantes y necrofílicas advertencias de la OMS sobre brotes, rebrotes,
etc. inculcando un miedo nada inusual, puesto que enfermedades similares, como
lo comentamos más arriba, producen el mismo efecto. Entonces: coberturas
mediáticas uniformadas, sincronizadas, con contadores en tiempo real, como si
siguieran un libreto, con personalidades “famosas” narrando su desgarradora
experiencia, para ser dados de alta a los 7 días; cifras muy semejantes a años
anteriores; instituciones sospechosas; cuarentenas estrictas y empobrecedoras,
aún cuando el virus siguió avanzando, indiferente a ellas. Y para rematar, el
affaire Gollán-Kiciloff: muertos no declarados durante meses en la Provincia de Buenos
Aires. Lo que nos lleva a preguntar que si esto pasó en la Argentina, es decir, que
no se tiene conocimiento real de cuántos
son ni de qué murieron, ¿por qué no pasaría en el resto del mundo? Con todos estos datos, que no son opiniones ni
paranoias (como afirman los operadores de la censura) y que los fuimos
vertiendo en las redes, nuestras sospechas de que esta pandemia es una gran
puesta en escena se acrecentaron. Países endeudados, pobreza prebendaría,
fortunas repentinas de grandes corporaciones digitales y mediáticas, una OMS
sospechada de no avisar a tiempo y fogonera de encierros y empobrecimientos y
el ejercicio de un autoritarismo legitimado por un presunto “bien común”. Que
no tiene nada de “bien”, puesto que los muertos, como dijimos, no difieren de
otros años, y “común”, porque lo único que hizo este gigantesco teatro es
degradar la condición humana en forma colectiva. Sabemos que hay corderos, que
se dejan comprar por migajas: son los soldados pagos y obsecuentes que pululan
por las redes, haciendo el trabajo sucio; sabemos que la violencia no se
responde con más violencia. No somos violentos, pero tampoco vamos a ser
cómplices del atropello del Gobierno de Fernández al cuadrado y ministros
ineptos o seudo ineptos. Algún día tendrán que sentarse a dar explicaciones de
este presunto genocidio encubierto a través de prohibiciones que lanzan a la muerte
real a miles de argentinos: algo parecido a un crimen de lesa humanidad.
Mientras tanto, habrá que levantar la cuarentena. De lo contrario, lo tendrá
que hacer la sociedad y los gobiernos pagarán un altísimo costo político.
Redacción de Contratiempo
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