¿Por quién doblan las campanas?
Ideología,
ideologización y virus
El principal problema que
padeció siempre la izquierda, y su variante la progresía, en cuanto a praxis fue el
sectarismo. O mejor dicho, un dogmatismo a medida que decreta políticas de vida
para sus creyentes. Qué leer, qué pensar, cómo actuar, qué decir y sobre todo
que “no” de todo lo anterior. La derecha, cuando no es fascista, siempre fue
muchísimo más inteligente en ese aspecto: para vencer al rival no hay mejor
modo que conocerlo. Lo que excluye debilita, decía Nietzsche. Así las cosas,
las teorías conspirativas siempre rondan en la cabeza de la progresía. Todo,
absolutamente todo que no provenga de sus factorías, será sometido a la
desconfianza. Y si lo que proviene de afuera es manifiestamente contrario, se
lo invisibiliza o mejor aún, se lo censura. Puede ser una obra de arte, de
filosofía, literatura o un simple artículo de opinión. ¿Cuánto tiempo estuvo
prohibido Heidegger, por ejemplo, en las altas casas de estudio? ¿No se lo
miraba al mismo Nietzsche con desconfianza? Ni hablar de Pound o de Jünger. Mal
trago también para el peronismo, por ejemplo, Martínez Estrada. La sociedad de
la información, con la democratización y el acceso casi en tiempo real a los
hechos, cambió en cierta forma esta manera tan peculiar de enfrentar al
(supuesto) “enemigo”. Hubo que instrumentar operaciones de descrédito. Un
refinamiento de la conspiración para el que se precisaron nuevos lenguajes y
nuevas formas de manifestación. Así, los movimientos feministas actuales
resucitan esqueletos para dar sentido a sus luchas, intentan imponer lenguajes
con pretensiones inclusivas que solo causan grietas, rechazos o en el más
benigno de los casos, risa (al margen de la manipulación de la que son objeto);
así también los dirigentes populistas recurren al viejo artilugio de la
victimización, desviando el foco de atención del hecho ya no posible de
ocultar, como estrategia de empatía para eludir dar cuenta de sus actos. El
virus que mantiene al planeta en vilo no escapó de este mecanismo: como surgió
en el Primer Mundo, y se sabe, el Primer Mundo solo es aliado cuando conviene,
generó la recurrente sospecha borgeana: alguien nos está contando una ficción
para que circule con visos de verdad, genere efectos sobre la realidad y por
supuesto, nos domine. Los motivos ocultos siempre quedan en suspenso: si las farmacéuticas
no “cierran”, será un mecanismo de control masivo, tal vez de población; si no
es eso, será alguna extorsión económica, o algún acto deliberado de una
potencia para sacarse a otra de encima. Como ya está probado que lanzar un
misil nuclear puede terminar con la vida del planeta (y sobre todo, con la del
propio que lo lanza), se puede recurrir a las temidas armas biológicas. Ninguna
novedad. Y si este argumento también tiene agujeros inexplicables, se probarán
otros. Hasta que un día descubrimos que el virus, que está dejando un tendal de
muertos en poco tiempo, tocó a nuestra puerta. Como en el caso de las
verdaderas e inciertas razones que generaron en el pasado épocas históricas,
revoluciones o catástrofes bélicas, poco o nada ya importa qué, por qué, quién
o para qué: hay campanadas de muerte en el mundo. Y parafraseando a Donne,
están doblando por ti. ¡Qué duda cabe!