miércoles, 11 de marzo de 2020

DIARIO DE LA PESTE/ ¿POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS?

¿Por quién doblan las campanas?
Ideología, ideologización y virus
El principal problema que padeció siempre la izquierda, y su variante la progresía, en cuanto a praxis fue el sectarismo. O mejor dicho, un dogmatismo a medida que decreta políticas de vida para sus creyentes. Qué leer, qué pensar, cómo actuar, qué decir y sobre todo que “no” de todo lo anterior. La derecha, cuando no es fascista, siempre fue muchísimo más inteligente en ese aspecto: para vencer al rival no hay mejor modo que conocerlo. Lo que excluye debilita, decía Nietzsche. Así las cosas, las teorías conspirativas siempre rondan en la cabeza de la progresía. Todo, absolutamente todo que no provenga de sus factorías, será sometido a la desconfianza. Y si lo que proviene de afuera es manifiestamente contrario, se lo invisibiliza o mejor aún, se lo censura. Puede ser una obra de arte, de filosofía, literatura o un simple artículo de opinión. ¿Cuánto tiempo estuvo prohibido Heidegger, por ejemplo, en las altas casas de estudio? ¿No se lo miraba al mismo Nietzsche con desconfianza? Ni hablar de Pound o de Jünger. Mal trago también para el peronismo, por ejemplo, Martínez Estrada. La sociedad de la información, con la democratización y el acceso casi en tiempo real a los hechos, cambió en cierta forma esta manera tan peculiar de enfrentar al (supuesto) “enemigo”. Hubo que instrumentar operaciones de descrédito. Un refinamiento de la conspiración para el que se precisaron nuevos lenguajes y nuevas formas de manifestación. Así, los movimientos feministas actuales resucitan esqueletos para dar sentido a sus luchas, intentan imponer lenguajes con pretensiones inclusivas que solo causan grietas, rechazos o en el más benigno de los casos, risa (al margen de la manipulación de la que son objeto); así también los dirigentes populistas recurren al viejo artilugio de la victimización, desviando el foco de atención del hecho ya no posible de ocultar, como estrategia de empatía para eludir dar cuenta de sus actos. El virus que mantiene al planeta en vilo no escapó de este mecanismo: como surgió en el Primer Mundo, y se sabe, el Primer Mundo solo es aliado cuando conviene, generó la recurrente sospecha borgeana: alguien nos está contando una ficción para que circule con visos de verdad, genere efectos sobre la realidad y por supuesto, nos domine. Los motivos ocultos siempre quedan en suspenso: si las farmacéuticas no “cierran”, será un mecanismo de control masivo, tal vez de población; si no es eso, será alguna extorsión económica, o algún acto deliberado de una potencia para sacarse a otra de encima. Como ya está probado que lanzar un misil nuclear puede terminar con la vida del planeta (y sobre todo, con la del propio que lo lanza), se puede recurrir a las temidas armas biológicas. Ninguna novedad. Y si este argumento también tiene agujeros inexplicables, se probarán otros. Hasta que un día descubrimos que el virus, que está dejando un tendal de muertos en poco tiempo, tocó a nuestra puerta. Como en el caso de las verdaderas e inciertas razones que generaron en el pasado épocas históricas, revoluciones o catástrofes bélicas, poco o nada ya importa qué, por qué, quién o para qué: hay campanadas de muerte en el mundo. Y parafraseando a Donne, están doblando por ti. ¡Qué duda cabe!