Violentos en la mira
En 2017, al poco tiempo de
separarme tras una larga y conflictiva relación, me vi obligada a denunciar
públicamente a mi ex pareja. Situación rara para una intelectual, formada en la
alta cultura, domesticada para que los problemas privados queden así, privados
de la mirada pública, porque no es (era) de “buen tono” andar ventilándolos.
Solo el deseo de sacarme de encima las mordazas cómplices e hipócritas y el instinto de conservación me llevaron a tomar la decisión.
Hay
todavía, qué duda cabe, todo un sistema de silenciamiento en lo que se refiere
a los crímenes domésticos. Las principales víctimas generalmente son las
mujeres y los niños, pero no por ser mujeres exclusivamente. Si bien la
vulnerabilidad que implica la diferencia física influye, la posesión de los
ingresos mayoritarios de la economía familiar es el factor decisivo (el estátus que conlleva "ser hombre" viene precedido de esta suposición). Lo que
define también la diferencia en la toma de decisiones. Ese no era mi caso,
aunque lo había sido; la venganza sin embargo que se avecinaba sobre mi persona
por el solo hecho de tomar la iniciativa del rompimiento, me impulsó a
llevar el tema a la esfera pública (y la frase lanzada a un familiar cercano de que ella, o sea yo, "solo entiende las cosas por la fuerza"). Un violento con historial, un golpeador, un
manipulador en los momentos más vulnerables (maternidad reciente, desempleo
transitorio, condición de extranjera, incluso), un bravucón que, dada su
bajísima autoestima, se enseñoreaba con títulos universitarios (argumento frente a la jueza para descalificar mi denuncia, el que
afortunadamente fue desechado por improcedente) y me murmuraba amenazas de
muerte para que yo estallara y él decretara así mi supuesta locura y su probada inocencia: lo que quedaba resguardado en la intimidad, no había ocurrido a falta de testigos.
Psicopatías de manual de las que yo tenía amplia experiencia dado que esos
especímenes abundaban en mi familia de origen. Ese violento, decía, no podía quedar
en las sombras.
La supuesta responsabilidad compartida de la mujer (argumento
que todavía se observa en familias violentas que suelen mirar para otro lado)
fue dejada de lado sin miramientos por los especialistas que me tomaron
declaración durante más de tres horas en la Oficina de Violencia Doméstica.
Nunca me terminó de cerrar, sin embargo, que yo estuviera libre de culpa y
cargo. Sobre todo porque no era precisamente una persona dócil, contestaba los
golpes, las injurias y hasta las amenazas. El problema era más simple, hasta pragmático, y solo las que lo vivimos en carne propia sabemos de qué se trata: la mujer puede dar golpes, bofetadas, puños al aire,
insultar. Pero el otro puede hacernos volar
por los aires o sacarnos la vida en cuestión de segundos. Ambas situaciones las
experimenté, y recién entonces, cuando mi soberbia de mujer independiente, medio libertina, cedió, me di cuenta
de que en realidad, el otro, ese psicópata apañado por la sociedad y el
silencio, incluso de las otras mujeres, me podía borrar de un plumazo y sin
demasiado esfuerzo.
Pero el tema de la
responsabilidad no termina exclusivamente en la diferencia física o económica: hay que bucear en aguas más profundas. E incómodas. El hombre, el macho
que posee la fuerza, no es el único responsable. Madres, padres, hermanos,
maestros, amigos, pero sobre todo la virilidad puesta en juego en un sistema
que entroniza a sus mejores exponentes (los que se posicionan más rápidamente en el sistema productivo) y somete a los más débiles (los receptores de aquéllos). Una sociedad
que, históricamente, fijó roles y obtuvo la complacencia de ambos géneros
durante siglos. Aunque desde luego siempre hubo rupturas, quiebres,
personalidades singulares, el esquema se repetía sin grandes sobresaltos,
alimentado por todos los medios, desde la comunicación, la publicidad, el
cine ("la chica indefensa" y el muchacho-héroe); la música popular, cierta literatura, hasta el mismo seno familiar: la nena, la princesita que debía ser bella y dócil para conseguir un "buen matrimonio"; el varón (porque el sueño de la "parejita" pervive hasta hoy), el recio, el avasallador, el ambicioso. Disuelto este esquema, por lo menos en gran parte
de los sectores urbanos, quedan sin embargo estos residuos. Así, hasta
hace 20 años atrás no solo era bien visto que las niñas y adolescentes se
tiraran encima de los rockstar de moda, sino incluso sus propios padres
fomentaban a veces estas relaciones. Caso cercano y personal de una adolescente de 15 años que
dejó los estudios y se fue a vivir con un hombre de 30, conocido músico de una
banda exitosa, entonces en ascenso. La madre, entusiasta promotora de esta
unión, soñaba con futuros resueltos y jubilación anticipada y entronizaba a esa
niña-mujer que había conseguido “salvarse” económicamente. Poco duró: el hombre
hizo el recambio ni bien la joven cumplió los 20.
No es el escarmiento
público, sin embargo, solución alguna a este desfasaje cultural. No se puede llevar a todos al patíbulo porque probablemente nos quedaríamos sin unos cuantos
profesores, músicos, actores, productores, jefes y directores de empresas, profesionales, intelectuales, etc. Los que, sospecho, estarán aterrados a esta altura del partido. No se puede
juzgar de golpe lo que aconteció hace décadas atrás, cuando la sociedad no solo apañaba estas conductas sino incluso las celebraba. Y, dejando las hipocresías de lado, cuando las mismas mujeres veían en estos avances una forma de salvación, de acrecentamiento de poder o sencillamente, la vía rápida para lograr objetivos. Habría que limitarse al
presente, al aquí y ahora. O en todo caso, sentar en el banquillo a los valores de toda una larga época y a las complicidades que los hicieron posibles.
No denuncio
a mi ex pareja por el pasado remoto: los intentos de asesinato, las amenazas del ácido en el
rostro, la despratrimonialización final a la que recurrió con la esperanza de
que me quedara en la calle, el corte de mi propio seguro médico, no sucedieron hace lustros. Fue ayer nomás.
Considero que en algún momento tendrá que rendir cuentas a la justicia. Y sobre todo, explicar cómo siendo un violento, con un odio
inclaudicable hacia las mujeres, que jamás reconoció responsabilidad alguna, puede
hoy estar enseñando en escuelas de educación pública, formando mentes
adolescentes. Eso es directamente un crimen aún peor que las tropelías que
cometió contra mi persona. Es incinerar el futuro. O lo que es peor, garantizar la
reproducción de lo que hoy se combate.