F.L. Wright: La
comunión perdida
Cada vez que el otoño hace acto real de presencia, es decir,
días azules, hojas doradas, veredas alfombradas, embriaguez en el alma,
naturaleza que estalla antes del ocaso, no puedo dejar de pensar en Chicago, y
específicamente en F.L. Wright, el arquitecto que configuró la modernidad a
partir de aquellos elementos. No fue casual que fuera justamente en esa ciudad,
rabiosamente bella y helada (en la bucólica Oak Park), donde se originara esta
alianza. Arquitectura como forma de comunión entre lo dado y lo proyectado,
entre las fuerzas primigenias y las transformaciones tecnológicas: ingresar a
una de sus obras es perderse en la fluidez de espacios continuos, movientes y
luminosos donde unas y otras parecerían completarse y complementarse sin por
eso llegar a cerrarse jamás. Esta arquitectura (y esta forma de pensar el
espacio) es también una filosofía de vida que desplaza la vieja confrontación
de civilización-barbarie por una conciliación que, como dijimos, permanece
abierta y que traza límites: no hay posibilidad alguna en la obra de Wright de
una normalización civilizatoria, pero tampoco, deseos de retorno a utopías
campestres. El hombre, en sus obras, se siente en suelo natal. Más allá de
cualquier geografía.