Nadie menos: La sagrada comunión
Coberturas
sensacionalistas, el morro y la selfie, las caritas jóvenes (la mayoría), que
acrecientan el morbo, las discusiones sobre vestimentas y costumbres, el
despliegue interminable y efímero del último crimen en los medios de
comunicación, viralizado en las redes hasta la saturación, que tapan lo que
repta por abajo. Cuestiones-raíces, que van perforando la tierra, hacia arriba,
hacia los costados, raíces subterráneas y mortíferas. Alimentar esa savia envenenada con estas parcelas, con estos
despliegues periodísticos, con estas “concientizaciones”, con esto de “por ser
mujer”, con esto de hombres-monstruos que pueden caminar atrás, o al costado,
jamás a la par, parece el objetivo de un sistema que necesita atenciones
desviadas, dramas taquilleros, ficciones bien armadas, que nos absorben los
días y las mentes. Sexo, juventud y sadismo. ¿Qué podría salir mal en estos
modernos thrillers fundados en la vida real? Hoy el machismo es la causa de
todos los males, y “la mujer”, la que siempre participó activamente en la
construcción del mismo, se tornó en víctima. Eso no es ficción, claro está. El
grave problema de este voluntarismo organizado en multitudes es su falta de una
auténtica discusión política. Discusión política y filosófica, indagación sobre
esas raíces necrófilas que crecen subterráneas y que, muchas veces, las tienen
a ellas como sus frutos más jugosos. La crítica como praxis y la praxis como
resultado de la crítica. Mujeres emancipadas, liberadas, productos de un
sistema que decidió virar el rumbo y las sacó de la casa y los platos y las
lanzó al mercado laboral, dejando un tendal de hombres criados a la vieja
usanza. La mujer, hoy en día, sirve más como consumidora que como procreadora y
cuidadora de hijos. Sirve más con su imagen proactiva, inspiracional,
independiente y vociferante, reclamando “su” lugar en el mundo (recordar los
discursos de Michelle Obama y cuanta primera dama nos visita últimamente). Como
si ese lugar fuera muy diferente a tantos otros esclavizados y manipulados,
destrozados y torturados por un dispositivo que instrumentaliza cuerpos como si
fueran mercancías. Sirve. No hay asomo de idea revulsiva o realmente
contestataria en estas manifestaciones de “mujeres” hartas de los hombres
homicidas. No hay planteos, por ejemplo, de construir comunidades para
enfrentar al verdadero monstruo de raíces subterráneas. Al fin y al cabo, nadie
nunca logró detener un crimen, una injusticia, nadie consiguió una
reivindicación sin un programa político, sin un objetivo en común. Común, que
deriva, precisamente, de comunidad. De comunidad de intereses. En este caso, el
de la supervivencia, el acrecentamiento vital, el desarrollo de las más
elevadas formas de vida que no acepta distinciones. Excluir es y será siempre
un debilitamiento: quedamos servidos en bandeja para el próximo banquete
fáustico de aquellos poderes que hoy se metamorfosean con el riguroso negro de
la protesta.