Lenguaje, Comunicación y
Ciudad
La Modernidad va a implicar comunicación, circulación de
información no solo dentro del espacio propiamente metropolitano sino
fuera de él. El problema, que se hace mucho más evidente en la actualidad con
las nuevas tecnologías, es quiénes producirán esa información,
qué canales utilizará para su circulación y, sobre todo, quienes accederán a
ella. Es decir, quiénes, nuevamente, poseerán estos espacios urbanos, con qué
entrará en vecindad y cuáles serán las zonas valoradas y qué tipo de valoraciones
impondrá.
La ciudad misma se vuelve una información a circular y a conquistar.
Ella es código, contraseña y pertenencia. A la conquista de la ciudad se abocan
tanto escritores como personajes de fines del siglo XIX y primeras décadas del
XX. Las poéticas se transforman así en espacios de exploración, experimentación
y sobre todo de experienciación del espacio urbano. Cuando Borges funda las
orillas como espacio de literatura y Arlt el centro maldito, están pensando
espacialmente, no es un mero referirse a unas y otro sino un modo de
construcción y de lectura que extraerán de aquéllos sus líneas de acción.
Pensar la ciudad espacialmente es articular las tres dimensiones en el texto,
sea éste literario, académico o ensayístico. Es involucrarla en su devenir y en
sus fluctuaciones. Es comprender sus estructuras, sus articulaciones, sus zonas
de vecindad, simbólicas y materiales, sus tensiones, sus materialidades y
también sus silencios. Su topografía así como su arquitectura; su imagen así
como sus formas de construcción y su historia. No es hablar de ella sino en
ella. La mayoría de los análisis actuales de ciudad, referidos o no a la
literatura, adolece de esta tercera dimensión. Se pretenden espaciales cuando
en realidad son planos; mientras por un lado quieren capturar esa profundidad a
través de la descripción, del inventario de datos, de relaciones entre textos y
disciplinas o de panorámicas retóricas y abarcadoras que intentan sistematizar
(o globalizar) y ordenar el discurso, por el otro la remiten a esas
representaciones previamente instaladas e instauradas, donde funciona como
escenario sujeto a las inventivas más o menos creativas del autor o como objeto
de laboratorio a estudiar y desmenuzar. Las formas de la Academia no
contribuyen a este desmantelamiento necesario de las representaciones que
clausuran las posibilidades de un decir diferente de la ciudad.
El espacio
urbano (y sobre todo la comprensión de la dinámica de ese espacio) no es una
entidad separada del lenguaje o el pensamiento. Y a la vez, si hay una forma de
pensar filosófica, científica o poética, también hay un pensamiento crítico que
no escinde esa dinámica espacial urbana de la representación simbólica del
texto. Apropiarse de él fue la tarea de los escritores mencionados en este
ensayo. Esta apropiación del pensamiento espacial por parte de la literatura
conlleva que la ciudad, a la vez, se va conformando literariamente –mecanismo
inverso al anterior: el espacio real se piensa con las leyes de la ficción. Hay
un préstamo en ambas direcciones, la literatura se urbaniza bajo los nuevos
parámetros modernos y la ciudad se ficcionaliza, ahora de una forma diferente,
a contrapelo del relato clásico donde funcionaba como escenario, escenografía,
y no como tensión viva tan fragmentada como el hombre mismo.
Pero este préstamo
no ocurre solamente en la realidad de la ficción, en las ciudades literarias
que fundan los autores. Encontrar en la ciudad material, la que habitamos
nosotros, las formas de la ficción es un camino alternativo para leer la
realidad, tanto el pasado como la actualidad, como ya se ha visto en Roberto
Arlt. El procedimiento literario es una forma de conocimiento que, a diferencia
de las disciplinas científicas, instaura sus propios modos de acción basados
precisamente en lo que no dice pero insinúa. Cuando este conocimiento se
refiere a la ciudad moderna, encuentra en ella correspondencias en sus
mecanismos de construcción. Lo no visible en una ciudad, que en toda metrópolis
suele ser la cuestión esencial, se espeja en la lengua literaria en lo que ésta
tiene de suspensión. La tecnología que funda y transforma muestra sus
resultados pero no visibiliza sus modos primeros de interacción sobre el
espacio. La destrucción creadora de la técnica es la fuerza que permanece oculta
por lo que cada novedad lanzada al mercado tiene, precisamente, el carácter de
predicado, un accidente que la describe o la modifica y no una fuerza que la
constituye. Se sienten las transformaciones en el cuerpo, se experimenta el
shock frente a los dominios conquistados (alturas, efectividad, rendimiento,
velocidad, comunicación, etc.), se perciben las diferencias con el tiempo
anterior (la tecnología es una productora constante de tiempos anteriores), se
percibe la aceleración del tiempo provocada por esta eterna producción de
artefactos y saberes, pero se nos escapa, por lo general, nuestra propia
constitución imbricada en este mecanismo.
Roberto Arlt, con su escritura,
mostró hasta el hartazgo que no sólo no se puede huir de este proceso de transformación
integral que constituye la Modernidad sino que somos partes del mismo. Somos
pensados por la ciudad y somos creados por ella, somos sus monstruos, su
condena y su salvación. Aliados y traidores. Combustible, desechos y
productores al mismo tiempo. Por lo que toda valoración resulta inútil. El mal
es en su obra la fuerza productora y destructora que, en principio, arrasa con
las jerarquías, las tradiciones, la moral y las instituciones pero
principalmente con las bases mismas del pensamiento al bloquear toda
posibilidad de opuestos. La representación clásica del juicio queda, en manos
de Arlt, abolida, como también queda abolido el concepto mismo de
representación al transvalorar las formas de conocer y de percibir, sólidamente
asentadas en la sociedad donde inserta su obra. No hay afuera posible incluso
para hablar de lo otro. Arlt no se refiere a la ciudad moderna, no la describe,
no es realista, ni apela al naturalismo, sino que funda su poética con sus
propios mecanismos. Piensa espacialmente para luego ficcionalizarla en sus
Aguafuertes. O para descubrir que la modernidad, al fin y al cabo, sólo se
trata de eso, de producir ficciones que, como sus producciones, deberán
circular con visos de verdad antes de ser descartadas. Que esa producción de ficciones-mercancías
será la única verdad a la que se podrá acceder. Y si radiografía la ciudad de
manera obsesiva, pedestre y pasional, es para ratificarse en ella, como
Baudelaire se funda como poeta lírico en París en las multitudes que no
aparecen inicialmente pero cuyo rumor se escucha por encima de sus versos.
Siempre por encima, siempre entre líneas, siempre, de alguna forma, imposible
de capturar en el lenguaje. Como la corriente eléctrica o la intensidad de las
ondas sonoras que alteran el espacio sin dejar huellas visibles. O como la
carta robada de Poe, que de tan visible se torna invisible para aquellos ojos
instalados en la repetición.
La zona negada de una ciudad, esa información que se niega a
circular, o circula higienizada y lista para el consumo, o criminalizada y
moralizada, u objetivada como un accidente, pero también esos discursos
silenciados, esas voces acalladas o esos temas no comprendidos en agenda
alguna, centellean en el procedimiento literario que se espacializó para
constituirse en poética moderna. Para romper con cánones y lecturas heredadas
del pasado, con ciertas formas de ver y de esperar lo que vendrá. La novela
moderna produce un estallido al ritmo de la explosión que ocurre en esa
metrópolis que se va construyendo. Se nutre de ella y de sus intensidades, de
sus sueños y pesadillas, la configura y la reconfigura tantas veces como
aquélla funda, actúa, destruye y construye.
En ese espacio en suspensión, que
la ciudad comparte con la literatura como zona umbral, como orilla, como ocaso,
como centro maldito, están para Arlt las posibilidades de autonomía y rebelión.
Ese carácter destructivo que ve caminos por todas partes. Incluso cuando a
simple vista, sólo parezca un bloque con la consistencia del acero.