viernes, 11 de mayo de 2012

ARIEL (9) / LA NOVELA AMERICANA

Cuando  se les interroga sobre los orígenes de su vocación, algunos escritores ensayan una serie de explicaciones acerca de sus biografías a fin de que, por lo menos en el relato, resulten atractivas. No era el caso de Sarah; ella escribía para dejar huellas. No una negociación con la posteridad, sino huellas concretas. La literatura funcionaba en su vida como forma de rastreo, como posibilidad de fijarse en un tiempo y en un lugar, y resultar ubicable frente a la incertidumbre.  El asesinato de Ariel en Barracas, la mayoría de las veces, no constituía para Sarah una opción posible: Ariel estaba desaparecido, habitaba esa zona gris que corroe pero que a la vez otorga esperanzas, una variante no zanjada por la contundencia de la muerte sino alimentada precisamente por la no certeza de ella. Aquella noche hubo muertos que, en cualquier caso, podrían ser los verdaderos destinatarios de las balas, simples sustitutos con el fin de lavar identidades, el producto final de una venganza o  representar cualquiera de las formas que adoptan los cuerpos en los ambientes delictivos donde predomina la acción y no las palabras. Cuerpos sentenciados pero también, cuerpos sustraídos que se transforman en presencias que brillan por ausencia y que generan, por este mismo motivo, una serie de efectos cuya autoría suele escapar al nombre propio. Incluso, a veces, hasta de quienes intentan apoderarse de ellos. En la imprevisibilidad del mito, en la libertad de su manipulación o en ese devenir azaroso en el que cae el cuerpo ausente de Ariel, se perfilaba el presente y el futuro de Sarah. Tiempos de pasados no resueltos, jamás resueltos, fundados siempre en una supresión, en un crimen, en una sustracción, en una estrategia de ocultamiento, en una búsqueda de conciliación. Y en infinitas maneras de apropiarse y reapropiarse de la historia, personal y colectiva.

(Fragmento del ensayo-novela Ariel, que saldrá editado este año)