En La invención de Hugo Cabret, el protagonista sueña que un tren descarrila, arrasando todo a su paso en una multitudinaria estación de París de principios de los años 30. El funcionamiento maquínico de la vida metropolitana, la experiencia continua de imágenes-movimiento, se espeja en una de sus producciones, la que a su vez actúa como forma de resistencia: el cine. Pero no es la única: en la estación aún se baila el tango, se toma café sin los apuros del tiempo productivo y alguien todavía repara juguetes viejos. Incluso, hay tiempo para el amor y la lectura de volúmenes memorables sobre bandidos que roban para los pobres, y donde germinan también escritores y magos. La multitud y la técnica interactúan como piezas fundamentales del engranaje fílmico, una es impensada sin la otra y ambas motorizan las posibilidades de salvación: sin un público ávido, no hay film que rescatar o mostrar, pero sin técnica no hay posibilidad alguna de interrumpir ese tiempo tan creador como destructor. El film de Scorsese mira el origen-pasado para lanzarlo al futuro, escarba sobre los escombros para encontrar en ellos fragmentos de una experiencia surgida con la modernidad pero que a la vez, como Chaplin y el mismo Hugo, que se cuelgan de los relojes, intenta detenerla. La Gran Guerra hizo lo suyo, cambió paradigmas y formas de expresión y generó a la vez ese tiempo del medio, de intercepción de dos catástrofes, donde surgieron manifestaciones artísticas que de alguna forma preanunciaban los siniestros años por venir. A fines de los 20 todavía fulgura la utopía del maquinismo como instancia liberadora del hombre y sobre todo, de sus circunstancias metropolitanas. Para los años venideros quedaría el desencanto y el horror frente a una razón que se instrumentaliza al grado de convertir en variable poco redituable todo lo que encuentra a su paso. Sobre todo, si eso que encuentra a su paso son hombres comunes que tienen el cuerpo y el alma configurados como artefactos-mercancías siempre listos para el consumo y el descarte. Como en la estación Once, como en Cromagnón, como en tantas catástrofes metropolitanas tan evitables como predecibles.
Zenda Liendivit. Directora de Revista Contratiempo
sábado, 25 de febrero de 2012
ONCE. LA IMAGEN, EL MOVIMIENTO Y LA MUERTE
Once: la imagen, el movimiento y la muerte
En La invención de Hugo Cabret, el protagonista sueña que un tren descarrila, arrasando todo a su paso en una multitudinaria estación de París de principios de los años 30. El funcionamiento maquínico de la vida metropolitana, la experiencia continua de imágenes-movimiento, se espeja en una de sus producciones, la que a su vez actúa como forma de resistencia: el cine. Pero no es la única: en la estación aún se baila el tango, se toma café sin los apuros del tiempo productivo y alguien todavía repara juguetes viejos. Incluso, hay tiempo para el amor y la lectura de volúmenes memorables sobre bandidos que roban para los pobres, y donde germinan también escritores y magos. La multitud y la técnica interactúan como piezas fundamentales del engranaje fílmico, una es impensada sin la otra y ambas motorizan las posibilidades de salvación: sin un público ávido, no hay film que rescatar o mostrar, pero sin técnica no hay posibilidad alguna de interrumpir ese tiempo tan creador como destructor. El film de Scorsese mira el origen-pasado para lanzarlo al futuro, escarba sobre los escombros para encontrar en ellos fragmentos de una experiencia surgida con la modernidad pero que a la vez, como Chaplin y el mismo Hugo, que se cuelgan de los relojes, intenta detenerla. La Gran Guerra hizo lo suyo, cambió paradigmas y formas de expresión y generó a la vez ese tiempo del medio, de intercepción de dos catástrofes, donde surgieron manifestaciones artísticas que de alguna forma preanunciaban los siniestros años por venir. A fines de los 20 todavía fulgura la utopía del maquinismo como instancia liberadora del hombre y sobre todo, de sus circunstancias metropolitanas. Para los años venideros quedaría el desencanto y el horror frente a una razón que se instrumentaliza al grado de convertir en variable poco redituable todo lo que encuentra a su paso. Sobre todo, si eso que encuentra a su paso son hombres comunes que tienen el cuerpo y el alma configurados como artefactos-mercancías siempre listos para el consumo y el descarte. Como en la estación Once, como en Cromagnón, como en tantas catástrofes metropolitanas tan evitables como predecibles.
En La invención de Hugo Cabret, el protagonista sueña que un tren descarrila, arrasando todo a su paso en una multitudinaria estación de París de principios de los años 30. El funcionamiento maquínico de la vida metropolitana, la experiencia continua de imágenes-movimiento, se espeja en una de sus producciones, la que a su vez actúa como forma de resistencia: el cine. Pero no es la única: en la estación aún se baila el tango, se toma café sin los apuros del tiempo productivo y alguien todavía repara juguetes viejos. Incluso, hay tiempo para el amor y la lectura de volúmenes memorables sobre bandidos que roban para los pobres, y donde germinan también escritores y magos. La multitud y la técnica interactúan como piezas fundamentales del engranaje fílmico, una es impensada sin la otra y ambas motorizan las posibilidades de salvación: sin un público ávido, no hay film que rescatar o mostrar, pero sin técnica no hay posibilidad alguna de interrumpir ese tiempo tan creador como destructor. El film de Scorsese mira el origen-pasado para lanzarlo al futuro, escarba sobre los escombros para encontrar en ellos fragmentos de una experiencia surgida con la modernidad pero que a la vez, como Chaplin y el mismo Hugo, que se cuelgan de los relojes, intenta detenerla. La Gran Guerra hizo lo suyo, cambió paradigmas y formas de expresión y generó a la vez ese tiempo del medio, de intercepción de dos catástrofes, donde surgieron manifestaciones artísticas que de alguna forma preanunciaban los siniestros años por venir. A fines de los 20 todavía fulgura la utopía del maquinismo como instancia liberadora del hombre y sobre todo, de sus circunstancias metropolitanas. Para los años venideros quedaría el desencanto y el horror frente a una razón que se instrumentaliza al grado de convertir en variable poco redituable todo lo que encuentra a su paso. Sobre todo, si eso que encuentra a su paso son hombres comunes que tienen el cuerpo y el alma configurados como artefactos-mercancías siempre listos para el consumo y el descarte. Como en la estación Once, como en Cromagnón, como en tantas catástrofes metropolitanas tan evitables como predecibles.