sábado, 25 de febrero de 2012

ONCE. LA IMAGEN, EL MOVIMIENTO Y LA MUERTE

Once: la imagen, el movimiento y la muerte


 

En La invención de Hugo Cabret, el protagonista sueña que un tren descarrila, arrasando todo a su paso en una multitudinaria estación de París de principios de los años 30. El funcionamiento maquínico de la vida metropolitana, la experiencia continua de imágenes-movimiento, se espeja en una de sus producciones, la que a su vez actúa como forma de resistencia: el cine. Pero no es la única: en la estación aún se baila el tango, se toma café sin los apuros del tiempo productivo y alguien todavía repara juguetes viejos. Incluso, hay tiempo para el amor y la lectura de volúmenes memorables sobre bandidos que roban para los pobres, y donde germinan también escritores y magos. La multitud y la técnica interactúan como piezas fundamentales del engranaje fílmico, una es impensada sin la otra y ambas motorizan las posibilidades de salvación: sin un público ávido, no hay film que rescatar o mostrar, pero sin técnica no hay posibilidad alguna de interrumpir ese tiempo tan creador como destructor. El film de Scorsese mira el origen-pasado para lanzarlo al futuro, escarba sobre los escombros para encontrar en ellos fragmentos de una experiencia surgida con la modernidad pero que a la vez, como Chaplin y el mismo Hugo, que se cuelgan de los relojes, intenta detenerla. La Gran Guerra hizo lo suyo, cambió paradigmas y formas de expresión y generó a la vez ese tiempo del medio, de intercepción de dos catástrofes, donde surgieron manifestaciones artísticas que de alguna forma preanunciaban los siniestros años por venir. A fines de los 20 todavía fulgura la utopía del maquinismo como instancia liberadora del hombre y sobre todo, de sus circunstancias metropolitanas. Para los años venideros quedaría el desencanto y el horror frente a una razón que se instrumentaliza al grado de convertir en variable poco redituable todo lo que encuentra a su paso. Sobre todo, si eso que encuentra a su paso son hombres comunes que tienen el cuerpo y el alma configurados como artefactos-mercancías siempre listos para el consumo y el descarte. Como en la estación Once, como en Cromagnón, como en tantas catástrofes metropolitanas tan evitables como predecibles.