Sandro
Frente al espejo, con las faldas muy cortas y los rabiosos flequillos, nos zarandeábamos enloquecidas al compás de las canciones de Sandro. Mujeres al fin, sin embargo, necesitábamos público, por lo que invitábamos al espectáculo a los amigos del barrio. Las madres nos miraban comprensivas; los hermanos mayores preguntaban si algún psiquiátrico había dejado sus puertas abiertas y los más chicos bostezaban aburridos. Ninguna llegaba a los diez años, el promedio era ocho. No quiero que me lloren cuando me vaya a la eternidad, cantábamos a los gritos y entonces sabíamos de llantos pero el lugar de la eternidad no nos quedaba demasiado claro. Apasionadas y salvajes durante tres minutos (o seis o nueve), nosotras éramos esa bella muchacha que necesitaba Sandro para ser feliz, aunque unos instantes después nos trenzáramos a golpes con los chicos que nos apagaban el tocadiscos o nos tironeaban de los pelos con el único objetivo de recordarnos su presencia. Infieles, pasábamos a otra cosa, nos olvidábamos de la enigmática eternidad y volvíamos a la acción. Nada de potencia, éramos acto puro, productores a tiempo completo: la infancia sería para siempre y el ahora, el tiempo absoluto.