El
pensamiento fronterizo
¿Cuál es el verdadero
peligro de las fronteras? ¿Lo marginal, la falta de rigor o la certeza de que
allí se termina cualquier certeza? El mayor conflicto radica en la pérdida de
control. Por eso, paradójicamente, suelen ser las zonas más controladas, más demonizadas
y también, por qué no, las más temidas.
En cualquier espacio fronterizo lo que
parece entrar en crisis es la cuestión del poder. Una determinada forma de
ejercicio del poder. Una zona ambigua y contaminada donde los límites resultan
difusos. Esta contaminación atenta a la vez contra las estructuras sobre las
que se organiza cada territorio y pone en evidencia la arbitrariedad de
aquellos límites. Es decir, crisis de los dispositivos de control que
constituyen las representaciones formuladas como ordenadoras de una forma de
vida. Así sean tangibles o intangibles, se refieran a territorios geográficos,
a la lengua o al propio cuerpo, la frontera siempre está empujando lo aceptado
hacia, como diría Barthes, el delirio, hacia un fuera de sí que posibilite no
solo la crítica de lo existente sino aperturas a nuevas formas, por lo general,
emancipadas de aquellos mecanismos de control.
Las invasiones
modernas están asentadas en poderes que se enseñorean sobre territorios ajenos,
generando nuevas estrategias de dominación y dependencia. Son mandatos emitidos
por voceros privilegiados que deben ser acatados, o internalizados, nunca
solidarizados. Y a la vez, la penetración comunicacional, financiera o
mercantil tiene como consecuencia indeseada la migración de lo residual
que ella misma genera. La zona fronteriza actúa entonces como productora y
administradora tanto de lo legal y lo clandestino como de las formas de
comunicación entre ambos; de los intercambios, los préstamos y de los efectos
que producen sobre los territorios. Así sean los léxicos importados de los
inmigrantes italianos de entre siglos donde la oralidad porteña se mixtura y se
extraña a sí misma (y puede engendrar el sainete y el grotesco pero también
anidar ideas libertarias y organizaciones obreras); o la mercadería que circula
de un lado a otro con dudosas credenciales de autenticidad y modos de
distribución alternativos. Si en este caso están en peligro los mercados
nativos, o lo que a priori se ha definido como industria nacional, en el otro,
la lengua que habla y se piensa en forma colectiva es acorralada hacia sus
bordes por un vocabulario y sobre todo, una sintaxis diferente que la pondrá en
riesgo de disolución. Bajo el protector concepto de Nación se estructura
entonces un complejo sistema de vigilancia, control y permanencia: lo que se
resguardan son formas conocidas, heredadas y sobre todo, generadas y sostenidas
por determinados grupos de poder. O dicho de otra forma, por los que poseen la
voz para configurar la historia, los modos, las tradiciones, las valoraciones,
la memoria. La contaminación, la mezcla, lo informe, surgen siempre como
peligros latentes que serán enfrentados a través de dispositivos donde las
instituciones culturales (sean oficiales o patrocinadas por los mercados y los
medios de comunicación) cumplen un rol determinante. Esas instituciones que,
según Martínez Estrada, son simétricas a las instituciones políticas, se
convierten en garantes y vigías. Son ellas las que actuarán contra toda lengua
que se emancipe de la legitimidad y permita decir lo que la voz oficial calla;
contra el pensamiento rupturista que descree de continuidades y árboles
genealógicos convenientemente alumbrados como representaciones de una historia
colectiva, y sobre todo, de una historia delimitada por distancias mensurables.
Contra la actitud fronteriza en lo que ésta tiene de revulsiva y cuestionadora
del statu quo dominante. Incluso, cuando la cultura institucionalizada intenta
incorporar a eso otro, lo hace de la misma forma con la que rescata a aquél que
en su época fue incómodo o maldecido. Lo oficializa, con toda la carga
desinfectante que conlleva. Pero, por otro lado, ni intelectuales,
artistas, maestros, escritores o funcionarios que pertenecen al entramado de lo
que cada época llama cultura oficial, y sus alrededores, tienen los medios para
afrontar la diferencia. Fueron enseñados, pensados y formateados para la
preservación y no para la dimensión crítica que los haría volver contra sus
propias fundaciones (de allí el aburrimiento que suelen provocar las
producciones canonizadas: predecibles, se mueven siempre con un libreto
pautado, una terminología acotada y bendecida por pares y una feroz resistencia
a casi cualquier préstamo o contaminación).
El pensamiento fronterizo, sin
embargo, no es opcional sino visceral, surge siempre de una incomodidad vital,
es literalmente ineludible. En la frontera es el propio cuerpo el que entra en
juego y en riesgo subvirtiendo los conceptos de salud y enfermedad para
instaurarse en un sitio de enunciación inesperado. Por eso, cuando se lo
adopta, se torna paródico, una pose que engendra malditos satisfechos,
provocadores de cotillón y decadentes a sueldo que ratifican y son aplaudidos
por el mismo estado de cosas al que supuestamente enfrentan. Cuando Arlt devela
que la tradición nacional es inventar ficciones y hacerlas circular con
criterios de verdad y que el verdadero poder está en quien posee la voz para
enunciarlas, más que en ellas mismas, está quebrando las fronteras entre
realidad y ficción. O desbaratando los bordes de la historia. Y no se aleja
tampoco de Borges cuando éste sentencia lo ya sentenciado por sus antecesores,
que la tradición argentina es leer mal lo que viene de afuera. Y que para ello
es necesario descentrarse, inventar (más que ubicarse en) los suburbios. Ese
espacio que confiere la impunidad de tomar prestado lo ajeno (sea Shakespeare,
Joyce o lo gauchesco), interpretarlo y mal interpretarlo, contrabandearlo y
hacerlo circular acorde a las nuevas coordenadas, es el mismo, sin embargo, que
terminará convertido en central, canónico y, claro está, reproducible y
enseñable. Por eso, el pensamiento fronterizo es puro presente no domesticable.
No hay forma alguna de desactivar en su actualidad el conflicto que él plantea.
Toda operación purificadora, para ser efectiva, tendrá que tener al tiempo de
su lado. La frontera es el espacio de la tensión y la suspensión, el que evita
la forma final y el fin mismo; como en Kafka y sus animales, que renuncian a la
forma humana, es el lugar de la transformación y del olvido. Olvidar para fundar,
con los restos, las ruinas y los rumores, nuevas formas, emancipadoras,
descontroladas. La frontera es el confín de las posibilidades y a la vez, el
inicio.