lunes, 24 de diciembre de 2018

DICIEMBRE / NUEVA (Y ETERNA) ROMA

Nueva (y eterna) Roma

Hace exactamente 21 años, en un extenso viaje que hice con mi familia por Europa, tuvimos la oportunidad de estar en Roma en diciembre. Un sacerdote amigo, que oficiaba de guía circunstancial en la bellísima ciudad eterna, nos contó que él se marcharía en apenas unas horas a España para pasar las fiestas con sus hermanos. Como al descuido, más por cortesía que por interés, le dije que entonces se perdería la tradicional misa del Vaticano. ¿Tienes interés en ir?, me preguntó. ¡Claro, por qué no! Sería toda una experiencia, le dije, dando por sentado que por supuesto no lo haría (a la Basílica solo se podía acceder con invitación; y en la Plaza habría un gentío). Entonces les envío las invitaciones al hotel, hoy a la noche, agregó. Así fue como, sorteando la guardia suiza, puntillosa pero a la vez bastante jocosa, entramos a la basílica, reservada esa noche para un público selecto que había sacado del armario sus mejores prendas y esperaba ansioso. Media hora después, Juan Pablo II atravesaba la nave central seguido de un interminable cortejo; se detenía a saludar a los fieles que habían dejado sus puestos y se agolpaban en los laterales de cada fila; y oficiaba la misa de Nochebuena. Afuera, la multitud seguía atentamente la celebración que se reproducía por altoparlantes y pantallas. Lo que más me impactó de aquel momento, al margen de lo raro de la situación, fue el coro: llenaba no solo el templo sino que se lo podía escuchar a varias cuadras a la redonda, dando a la helada noche romana una atmósfera casi fantasmagórica. En ese momento, la belleza de San Pedro cedía protagonismo a una experiencia que atravesaba todos los sentidos, no solo el auditivo. Pero por otro lado, sin aquella, ese mismo efecto hubiera sido imposible. Incluso, si se intentara observar como una representación teatral, con una arquitectura privilegiada, cercana a la genialidad, y con los mejores recursos, también estaría faltando lo esencial: la puesta en escena de la fe, aunque el observador fuera ateo. Tal vez, y como pocas veces, la estética se enseñoreaba sobre los presentes, sobre la multitud que rugía afuera abrazada por el monumental pórtico de Bernini, sobre la ciudad entera, pero también sobre la misma historia. En algún punto, y por algunos instantes, lograba que ambas se fundieran en un solo cuerpo. Que aunque después sería sacrificado, dejaba abierta la puerta para resurrecciones eternas y ciclos que se repetirían hasta el infinito. No tengo duda alguna de que Bramante, Miguel Angel y Bernini lo supieron: estaban construyendo no una basílica sino un poder que los necesitaba con urgencia, que decaía y que en cada agonía resurgía a fuerza de sugestión, de representación y sobre todo, de un arte que ingresaba allí donde la lógica, las palabras y la razón habían perdido la partida. ¿No es acaso esa, también, la historia de occidente? Es más, ¿no es acaso esta nuestra historia actual? 

sábado, 15 de diciembre de 2018

EL HABLA COMÚN

El habla común
















Siempre me resultaron más atractivas las ideas que las peripecias del lenguaje. Se puede decir cualquier cosa, con los recursos infinitos del mismo, y sin embargo, siempre quedará flotando la sensación desolada  de lo acabado si no hay algo, que precisamente no se puede nombrar, entretejido a ese discurso (economía comunicacional: Kafka). Lo ausente que lo motoriza y que, además, hará entrar en vecindad lo uno con lo otro. Sin embargo, nada se puede pensar si a la vez no fueran naciendo esas palabras, como un parto simultáneo e insustituible. El lenguaje “cotidiano”, en este contexto, parecería el hermano pobre de dos situaciones: un estilo propio, adquirido a fuerza de derrumbes; y el garantizado, y deglutido previamente, por alguna corporación que posibilitará su circulación en determinados ámbitos. La lengua común resultaría el mensajero que transmite las noticias triviales a un pueblo que lo necesita, pero que no siente pasión alguna por él. Común sin embargo es lo que precisamente nos hace entrar en vecindad con lo otro, con el otro. Es la lengua de la comunidad, que se fortalece a través de ella y que también declina con ella. Se la acusa de utilitaria pero tal vez la extrema trivialidad nos remita a orígenes impensados si hubiera una escucha atenta. Y no estoy hablando sólo de un problema de la  lingüística, de indagar en la raíz de las palabras. Más bien en su sintaxis. Hay modos estereotipados que otorgan pertenencia, posesión de un saber adquirido a fuerza de permanencia en un determinado territorio. Saber que discurre como la correntada del río, siempre igual y siempre distinto, que va erosionando las rocas que encuentra a su paso. Modos que estructuran espacios de acción y generan efectos sobre ellos. Hablar, en la vida cotidiana, es al fin y al cabo una certificación aún más determinante que cualquier documento de identidad. Al viajar se experimenta esta proposición con toda intensidad. Ningún paisaje, ningún elemento arquitectónico, ninguna ciudad, por monumental que fuera, se puede terminar de percibir si atrás, o al costado, o como un eco lejano, no se escucharan las voces “triviales” de sus moradores. Aunque se desconozca el idioma. 
(La foto elegida es la de una plaza en el centro de Viena, entre los monumentales edificios del Ayuntamiento y del Teatro Imperial, con reunión de vecinos, atmósfera entre posada de pueblo y kermesse de barrio) 

miércoles, 5 de diciembre de 2018

MY BRILLIANT FRIEND / LOS MISERABLES

Los miserables


¿En qué momento empezamos a volvernos miserables? Pregunta que me desvela desde hace bastante tiempo. Como no creo en la excusa del patriarcado, tengo que buscar por otros sitios. Oscuros, sin dudas. En la muy interesante (hasta ahora) miniserie italiana “My brilliant friend”, hay una situación que me retrotrae a mis primeros acercamientos a la educación. Ocurre en Génova, en un pueblo pobre. Lila es hija de un zapatero, apenas en la escala socioeconómica un poco por debajo de Elena, las grandes amigas. Lila no puede seguir el bachillerato: tiene que ayudar en el negocio del padre. El hermano, que odia el estudio, se ofrece a trabajar más para que la chica, que es brillante, pueda seguir. Los padres (estereotipos del "italiano bruto") los convencen a golpes de que ambos deben ganar dinero; a la chica incluso la tiran por la ventana y le rompen un brazo. Elena, por su parte, es solo buena alumna. También quiere seguir el bachillerato. El padre, procurador, está de acuerdo, a pesar del sacrificio económico. Ve potencial en la niña. Sorpresa: es la madre la que se opone. Tiene que trabajar, ¿para qué estudiar? ¿Ficción? No estoy nada segura. Furia. Como dice la misma Elena (ya de adulta), la rabia de la mujer crece, avanza y no se va con el tiempo. El hombre explota y se olvida. ¿Machismo? No estoy segura. Más bien creo que ambos “géneros” absorbieron el mandato y ocuparon, cada uno, el rol que más convenía para el funcionamiento eficiente del "negocio familiar". El que garantizaba que el sistema se reprodujera sin fisuras. Como sería, por ejemplo, que una niña pobre y brillante se inclinara por la lectura de autores inmortales antes que remendar zapatos. La incultura de los padres no es atenuante: es sí, el paraguas protector contra futuros reclamos. De los hijos infelices que siguieron el mandato y de aquellos que aún rompiéndolo detrás de sueños poco redituables, fueron vistos como traidores a la "causa".