sábado, 30 de marzo de 2019

REVOLUCIONES FALLIDAS

Revoluciones fallidas

Es curioso, y hasta perverso, el mensaje de los grandes medios de comunicación a cerca de qué significa “ser” de clase media hoy en esta Argentina donde la tercera parte de su población es pobre. La perversidad no radica tanto en la categorización en sí sino en los parámetros instrumentales, e instrumentalizadores, utilizados para ubicar a un ser humano dentro de un espacio simbólico en el que luego se moverá también de acuerdo a un sistema de representaciones. Habitar un sitio, sentenciado a través de la palabra, ya lo sabemos, produce efectos, pertenencia. Y lo que es peor aún, escaso margen de resistencia. Que en realidad, es el objetivo último. 

Levantamientos populares-burgueses como los ocurridos en la Europa del siglo XIX, el de 1848 que inspiró a Marx, y luego la Comuna del 71, como los más significativos, sirvieron de enseñanza y escarmiento a Occidente para levantar algo más que barricadas e inmensos bulevares como eficaces mecanismos de control y represión de las revueltas. Sobre determinados sectores, los que pagarían siempre el precio de las turbulencias económicas por venir, había que ejercer sutiles estrategias de sometimiento, aún mayores que sobre aquéllos relacionados directamente con el crimen, la vagancia o las conductas anómalas. Sin dudas que estos serían peligrosos, pero bien sabían los poderes fundados en las finanzas y la tecnología que por el mismo mecanismo de normalización y producción en serie que afectaría, principalmente, al sujeto moderno, los mismos serían escasos en proporción y fácilmente ubicables por excepción. 

La clase media, odiada, bastardeada y calificada como mercenaria por las “luminarias” del pensamiento progresista de nuestra época, siempre estaría en una posición inestable, donde la pertenencia sería el primer y último recurso de sobrevivencia en un mundo que de a poco iba arrasando con singularidades y permanencias. 

Sin embargo, hasta hace relativamente poco, en términos históricos, esa clase estaba definida por una cierta actitud con relación, precisamente, al pensamiento, el arte y la cultura. Era aquella que hacía de ese capital simbólico su modo diferencial de ser y de estar en un determinado territorio. Por lo que también, y la historia argentina se cansó de comprobarlo, se constituía en aún más poderosa que los más desposeídos. Que si no eran “concientizados” por sus dirigentes gremiales, por los partidos políticos o por las agrupaciones estudiantiles, tenían escaso tiempo y medios para pensar y reaccionar de forma colectiva. A pesar de las fallidas esperanzas de Marx.


El problema entonces surge cuando a esa clase, que motoriza las revueltas actuales, se le sustrae ese último elemento peligroso que la legitima y la diferencia de las otras: el acceso a una determinada cultura, a una determinada forma de arte, a una determinada forma de leer y comprender los textos que no solo le induce a acumular y poseer para ratificarse sino que le provee de los recursos críticos para sublevarse cuando entrevé el peligro de ese capital que la quiere borrar del mapa a pasos acelerados y reducir así, en dos simple franjas la tan mentada “pirámide social”. 

La tarea no fue abrupta sino paulatina: un arte transformado en pura mercancía que cotiza en el mercado y el desabastecimiento material de los principales centros de producción del saber (tanto secundarios como universitarios) como estrategias de enmascaramiento de una realidad empobrecida. La educación pública se convirtió en eficaz aliada al vaciarse de contenidos revulsivos a través de formas aparentemente contestatarias pero que no dejan de ser deudoras, bajo extorsión, de un centro que no cesa de legislar. 

La clase media ya no es entonces la que toma por asalto escuelas y universidades públicas, y hace de este gesto una señal de prestigio, sino la que posee el último iphone, puede seguir comprando en los shoppings o acceder a una prepaga. Lo que conlleva una serie de falacias perfectamente orquestadas: no solo que poseer esos artefactos no implica pertenecer a una determinada clase sino que al desplazar el tema del acceso a la alta cultura gratuita como condición esencial, se devela que efectivamente esto dejó de ser señal de identidad.

Si las palabras de Vidal al afirmar que los pobres no llegan a la universidad causaron escozor, fue más bien por la fuente que la emitió, no por los efectos que provocan esos accesos. 

Al ser desterrado el pensamiento crítico, al ser dejados de lado planes de estudio que tienen como objetivo a esa realidad que siempre se intentará cambiar, en algo así como en una revolución eterna, da lo mismo qué clase la pueble. No causará más efectos que la protesta de sus docentes por los magros sueldos  (y de paso, en complicidad con todo lo anterior, focalizar la protesta de nuevo en factores materiales). O a lo sumo, la rebelión organizada en marchas, eslóganes, toma de calles y facultades, como para perpetuar una tradición vaciada de contenido. 

Ser estudiante o egresado universitario, integrante de una comunidad de estudios de la esfera pública, ya no dice absolutamente nada: portar una serie de artefactos que caducará en cuestión de horas marca no solo el supuesto estatus sino el reacomodamiento a medida de un sistema de poder que con la clasificación logra perpetuar el control. El peligro por ahora está desactivado. 

domingo, 24 de marzo de 2019

CONSTRUCCIONES DEL FASCISMO

Construcciones del fascismo






El fascismo opera según las condiciones de los territorios donde se enseñorea; no sobreviene de golpe, tampoco suele tener un certificado de defunción definitivo. Cuenta con poderosos aliados, a veces incluso con el pueblo mismo. Durante mis viajes a Europa, sobre todo a esas regiones “sensibles” al mismo, experimenté siempre la curiosidad de lo que denomino la sobrevivencia: cómo se sigue después, cómo discurre la vida de esos pueblos violentados, aniquilados y en los que a veces se detecta cierta duda de hasta qué punto no hubo alguna complicidad solapada. 

Múnich como primer ejemplo: la experiencia en esa ciudad que parió a uno de los movimientos genocidas más grandes de la historia, despierta especial inquietud. La Hofbrähaus, la popular cervecería donde se proclamó  la república soviética de Baviera y donde el nacionalsocialismo dio sus primeros pasos; las construcciones de diseño fascista que aún sobreviven e irrumpen el trazado urbano; el Haus der Kunst, el museo construido especialmente para propaganda del reich y donde se exhibió aquella exposición de “Arte Degenerado”, con obras de los diabólicos Grosz, Kandinsky, Chagall, Munch, Ernst, Dix  y otros peligrosos enemigos del régimen. Fue sin embargo en el Museo de la Ciudad, en esa sala oscura, silenciosa y atiborrada de objetos, donde experimenté lo más cercano al horror por acumulación. Abundante material gráfico: diarios, periódicos, revistas, caricaturas, carteles, proclamas, fotos; símbolos, uniformes, programas de radio y videos de desfiles monumentales con los jerarcas a la cabeza, cual carnaval festivo, que mostraban por exceso aquel proceso de adoctrinamiento, de progresivo entusiasmo colectivo gracias al eficiente dominio de los medios de comunicación. De la asfixia me salvaron, sin embargo, los jóvenes: un grupo de chicos de colegio que seguía el mismo recorrido, no habrán tenido más de 16 años, que miraba y leía, con rostros adustos, algunos estupefactos, esa historia de horror. La de ellos. 

Tampoco puedo olvidar los dibujos de los niños prisioneros de Terezin que pintaron el Holocausto, expuestos en el Museo Judío de Praga. Que a la vez me recordaron a otro viaje, otro país, otra ciudad y otro Museo: el Reina Sofía en Madrid y el salón inmenso, hegemonizado por el Guernica, con sus múltiples versiones y bocetos. Entonces era un grupo de niños de pre escolar, sentado en el suelo, en silencio absoluto. ¿Se imaginan niños de 5 años, quietos y en silencio? Misión imposible. Pero allí estaban, absortos, con la vista fija en la monumental obra. Demostración evidente de que la educación civilizatoria que padecerían en los años siguientes se torna irrelevante cuando un espíritu sensible, como el de cualquier niño, se enfrenta al arte verdadero.

Y por último, y curiosamente en uno de mis últimos viajes hacia esos territorios masacrados (incluyendo a la saqueada y reconstruida Berlín, también con sus museos recordatorios, la irreconocible Alexanderplatz de Döblin, su muralla derribada,  hoy devenida atractivo turístico, y el Monumento al Holocausto, donde bloques de hormigón en forma de tumbas se elevan cada vez más altos e integran el paisaje urbano), la experiencia en el campo de concentración de Buchenwald, cercano a Weimar, donde no hubo salvación alguna. El cielo plomizo, como losa que sentía Erdosain sobre su cabeza, siempre a punto de caérsele encima a fines de la década del 20 en Buenos Aires; los copos que me empañaban la nikon, los 18 grados bajo cero, los alambrados, el bar de los oficiales, el crematorio y las barracas, hoy apenas una señalización en el vasto campo helado, me chupaban hacia un suelo ausente a fuerza de casi medio metro de nieve y me arrastraban hacia ese horror que parecía congelado en calidad de inofensiva memoria. 

Ese cuerpo que luchaba denodadamente por avanzar y no desaparecer, sin embargo, se convertía en metáfora de la duda que me recorría, y corroe, cada vez con más insistencia. ¿Cómo se remonta una historia donde ya no un gobierno, un tirano, sino todo un pueblo estuvo allí, ya sea vivando a los genocidas a plena luz del día; u operando con la complicidad de las sombras el holocausto por venir? ¿Se puede sentar, como diría Camus, a toda la civilización en el banquillo? ¿Cuándo empieza a gestarse la construcción de un fascismo que luego tendrá, para la historia, una tranquilizadora fecha en el calendario, como si un golpe del destino, una fatalidad se hubiera ensañado con un pueblo indefenso? 

No hay un 24 de marzo posible sino nos hacemos, en algún momento, estas preguntas. Habrá, sí, memoria. Pero memoria sin crítica es oquedad irreversible. Y lo que es peor aún, altamente retornable.

Foto: Entrada Buchenwald, campo de concentración cerca de Weimar . Foto: Z.L.

domingo, 17 de marzo de 2019

ENFERMEDADES

Enfermedades


El cuerpo, esa extraña comunión de órganos, vísceras, nervios, mente y alma, me vociferaba desde tiempo atrás lo que hoy me confirmaba la ciencia. “Voy a derivarte a psiquiatría”, escucho remota la voz del médico. Mundo de terapeutas y psicotrópicos, aún a costa de interminables analíticas e imágenes que muestran una mujer (todavía) saludable. Pero que alertan, sin embargo, sobre un monstruo agazapado que ya se territorializa en el cuerpo y va por más. ¿Hasta dónde? “Solicito admisión…”, reza el papel. Miedo a la enfermedad y enfermedad del miedo. La publicidad comparte con la política el mecanismo, la contaminación bacteriológica con el germen del temor inoculado sobre cuerpos sumisos, vulnerabilizados a fuerza de indigestión. Mi enfermedad, qué duda cabe, se refleja en la enfermedad mental de este mundo servido a la carta, que mientras canibaliza el cuerpo enloquece al espíritu.

(Fragmento del libro "Obsesiones. Notas sobre Arte y Literatura" / Introducción al Capítulo dedicado a Artaud)

sábado, 16 de marzo de 2019

PAIDEÍA: EDUCACIÓN PARA LA LIBERTAD

Paideía: educación para la libertad

Enunciar que la educación pública está en un declive irreversible, en tiempos actuales, adquiere la forma de una traición. Hay una mala conciencia que erige su defensa casi como una cruzada religiosa; que entona bellos cantares como estrategia de reclutamiento de fieles, y que convierte en anatema al sacrílego que devela sus tramas y entramados. No es función de la educación pública (ni de ninguna institución educativa o cultural) convertirse en territorio de disputas políticas partidarias. Pero mucho menos aún, en formateador de conciencias y subjetividades que reproducirán los mecanismos de dominio y control para, parapetada en conceptos sagrados e intocables, perpetuar un mismo estado de cosas. 

Lo público provee además un conocimiento que no se imparte precisamente a través de docentes ni planes de estudios sino del encuentro con la diferencia. Contra la normalización selectiva de lo privado; contra la posibilidad de la irrupción de lo inesperado, lo público garantiza la confluencia de heterogeneidades (tal como ocurre en cualquier espacio público urbano, a diferencia de los sectores privatizados). Esto es, por lo menos, lo que debería ser. 

El problema principal no concluye, sin embargo, en una reivindicación salarial docente (y no docente). Este no solo es un pensamiento burocrático sino altamente reaccionario: suponer que la educación pública se va a “solucionar” por el bienestar económico de una parte de su comunidad es lo mismo que pensar que para erradicar el hambre basta con alimentar bien a los padres. Pensar la escuela pública fuera del contexto de la sociedad y de la ciudad, es una contradicción de sus principios fundamentales. No hay institución educativa que funcione si ese "afuera" no entabla con ella una relación fluida y a la vez, conflictiva: una interroga al otro, lo pone en escena. O en entredicho. Es decir, si no se consideran una unidad cuya suerte estará echada siempre en forma conjunta. 


Habría que replantearse la institución educativa desde sus mismas tipologías arquitectónicas: escuela/facultad/claustro resultan obsoletos en los tiempos que corren. Habría que empezar a derrumbar esos pesados edificios donde se inserta cronométricamente la lección del día, en el aula y en las mentes de niños y jóvenes, repitiéndola año tras año con escasas variantes; donde se negocian cargos, se disputan puestos, se patrocinan mutuamente, se transforma al educando en cliente, se garantizan sueldos de por vida y donde tanto el docente como el alumno terminan convirtiéndose en empleados de una burocracia que reemplazará la intensidad y la creatividad por la supervivencia garantizada. 

La esclavitud moderna ya no se forja con cadenas sino con estas formas normalizadas, transversales, repetitivas y reaccionarias que van moldeando voluntades y reasegurándose su propia reproducción. La educación, para que cumpla su cometido, debe constituir un espacio creativo y crítico, de reflexión constante; de producción de conocimientos que aspiren, precisamente, a las posibilidades integrales del ser humano. La educación tendría que dejar de ser una fábrica de esclavos y aspirar, de una vez por todas, a la formación de hombres y mujeres libres.