domingo, 29 de julio de 2018

CINE / MISIÓN IMPOSIBLE: REPERCUSIÓN

Héroes clásicos y modernos:
Por qué amamos a Ethan Hunt

Un anarquista malo quiere aniquilar al 30% de la población mundial, resuelva el problema, tómelo o déjelo, nadie saldrá a respaldarlo, esta cinta se autodestruirá en 5 segundos. Y la música, esa que nos retrotrae sin escalas a la infancia, inunda la sala de cine. Claro, volvió Ethan Hunt y ya sabemos: hará posible aquello que, física, gravedad, estadísticas o naturaleza mediante, es imposible. ¿Qué tiene este agente díscolo e insubordinado que logra tenernos en jaque durante más de dos horas, mejor dicho, más de unas cuantas horas, porque la saga ya va por su 6° entrega? 
Ethan Hunt es un héroe singular: le propinan golpizas que lo dejan aplastado contra el piso; le salvan la vida; los malos a veces se la perdonan; sufre por un amor que sí es imposible; tiene miedo; maldice cuando las cosas no le van como espera y claro, marca de fábrica, también recurre a sarcasmos sutiles cuando el guión es demasiado obvio. O sea, casi siempre. El guión, no el sarcasmo: Misión Imposible no se presenta como parodia ni comedia. En absoluto: es una ficción que se tensa al máximo sin caer en la rotura. Uno, y sobre todo una, sufre con este agente paria que resuelve situaciones con procedimientos cercanos a la magia o la fantasía. Pero sin caer en ellas. Mucho menos, en la pedagogía doctrinaria. Los descarriados que siempre quieren destruir a la humanidad son psicópatas tan singulares que nadie los relacionaría con potencias tradicionalmente enemigas del imperio. Ethan Hunt en todo caso, y hablando de imperios, nos recuerda al divino Aquiles (no por nada la cinta de esta nueva misión viene dentro de La Odisea, de Homero). Hermoso, parco, antisocial, solidario con sus compañeros, pura acción. Ese hombre que bordea lo sobrenatural y que, por unos instantes, nos dice que todo está bien, que él está allí, en las sombras pero refulgente como su antecesor griego, para salvarnos de esas mentes que sueñan catástrofes y que quieren destruir esta civilización que supimos conseguir. Ethan Hunt, como lo dijimos una vez, es el Héroe clásico pero también el Único conflictuado. Y en esta monumental sexta entrega de la saga (¡¿qué otro adjetivo cabe?!) lo deja en claro en la contraseña al inicio de la película: “El mensajero le dice al guerrero que una tormenta se avecina". "¿Qué contesta el guerrero”. "Yo soy esa tormenta”. Una tormenta que se pasea, o mejor dicho, que sufre, por las preciosas París y Londres pero también por las aldeas pobres de Europa del Este. Las cunas civilizatorias y esa naturaleza agreste y hostil son escenarios y, a la vez, partícipes necesarias de la trama; proveen tecnologías sofisticadas pero dejan en claro que, al fin y al cabo, la lucha final es cuerpo a cuerpo,como Aquiles cuando vence a Héctor, hermosos los dos. Un retorno a una mística originaria: esto también es “Misión Imposible: Repercusión”.

sábado, 7 de julio de 2018

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS... ¿DÓNDE EXACTAMENTE?

CREYENTES, ATEOS Y OTROS
Padre nuestro que estás…
¿dónde exactamente?


Imaginemos un hombre de pie, con la vista al frente. Puede ver el horizonte y un poco más allá. Puede también tener una idea de los costados, de arriba y abajo. La imagen en esas coordenadas ya es difusa, pero todavía poderosa. No puede, por motivos anatómicos, ver lo que hay atrás. Sin embargo, restan los demás sentidos, que le permiten oír, olfatear, intuir, suponer y hasta elaborar teorías de lo que ocurre a sus espaldas. Esta es más o menos la radiografía de un creyente: cree en lo que ve y también en aquello que le escapa a su radio de acción visual pero sobre lo cual tiene otro tipo de información, tan rigurosa como indemostrable. El no creyente, en cambio, el ateo de profesión y no familiarizado con las cuestiones religiosas, tampoco puede recurrir a la verificación directa, pero desconfía de estos últimos datos. Y al no poder verificarlos, los convierte en fábula. 

Si es un problema de perspectivas, ¿dónde tiene su origen el odio a la Iglesia Católica, puesto que ninguna de las tropelías que se le atribuyen dista de las cometidas por cualquier otro poder, a los que no se les tiene en la misma mira ni, reconozcámoslo, con el mismo encono? 

El cristianismo, y en su versión hegemónica, el catolicismo, es un poder de 2000 años.  Los motivos de su persistencia no son objeto de estas reflexiones. Sí, en cambio, esa resistencia que despierta entre ateos e incluso ex católicos, si eso es posible. No hay experiencia más ingresiva, e indeleble, que aquella fertilizada en la infancia, que nada tendrá que ver ni con la razón ni con el pragmatismo futuro. Lo que no implica que el catolicismo no fuera pragmático. En todo caso, acentúa su interés en aquello que lo va a perpetuar. Que es, sin dudas, el concepto de feligresía. Así se fundó, así Pedro recibió la tarea, a partir de un grupo de desclasados y marginales, de prostitutas, pescadores pobres y moribundos: esa fue la comunidad inicial de la iglesia. Y si hay algo que atenta contra ella  -la Iglesia es una excelente psicóloga, y el que mejor lo entendió fue Nietzsche- son las cuestiones demasiado terrenales: el placer carnal y las riquezas materiales. Legisló sobre el primero; se ensañó sobre los dos (mala noticia para los amantes del dinero: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico ingrese en el Reino de los Cielos”, decía Jesús). La vida es básicamente el fundamento del catolicismo, un don. No solo porque sin fieles, sin futuros adoctrinados, la iglesia está condenada. La vida adquiere un valor sagrado porque cada ser humano, incluso en forma potencial, es imagen y semejanza de su Creador, que por supuesto es divino y el Único capaz de quitarla. Sin embargo, los accidentes, penares y peripecias de la existencia para recorrer este tránsito terrenal, no. A lo largo de su extenso poderío  la Iglesia Católica negoció y se alió con otros poderes. La cuestión siempre fue la pervivencia y el logro de sus objetivos. Agitó pasiones pero elucubró estrategias de persuasión  y dominio, a veces violentas, a veces estéticas. Nada muy diferente al accionar de otras ideologías. Incluso, de otras religiones. 

Entonces, volviendo a aquel odio que siente el ateo hacia el cristianismo, y especialmente hacia el catolicismo, es probable que anide en él ese factor irracional que dialoga con lo divino y los misterios de la existencia, y del que por supuesto está excluido. Una orfandad irreversible, desangelada, solo atenuada con la experiencia estética y poética, la religiosidad interna y el pensamiento filosófico profundo. Dimensiones que los rozan pero que, sin embargo, permanecen en la inmanencia (y no precisamente en la de Spinoza) y que por supuesto, modernidad mediante, no abundan en las sociedades actuales.

Considerando todo lo anterior, cuando los opositores al aborto que se declaran creyentes (y cuya variante son aquellos para los que la vida es una cuestión trascendental a cualquier razón pragmática, más allá de todo fundamento religioso) se enfrentan a los no creyentes, tienen que remontar un largo camino. Con una salvedad: el creyente sí puede ubicarse en la posición del otro. Es un ser humano que vive, padece, se rige por normas, leyes, contrariedades, ficciones, como esas que hablan de libertad, igualdad y demás. Lo que no puede es pedir peras al olmo: no puede explicar lo inexplicable a aquel otro que tiene las perspectivas frontales y laterales pero que adolece, por completo, de las posibilidades de la fe. Ni aunque, en su versión pagana, fueran invisibles magdalenas que nos recordaran a un tiempo mítico y perdido: con el olfato atrofiado, los no creyentes se las engullirían satisfechos antes de estampar la firma, como quien cierra una transacción pecuniaria, sobre la mentada ley. Trascendencia o libertad, entonces. ¿Qué relato tendrá más poder?