sábado, 27 de enero de 2018

EN PRIMERA PERSONA (5) / A QUIEN TU PERTENECES

A quién tú perteneces

El cabello largo, larguísimo, medio enrulado, siento que todo mi cuerpo gira suspendido por esos mechones que ejercen una presión dolorosa sobre el cuero cabelludo. Dura poco, me lanza a la cama, boca arriba, con la rodilla presionando mi pecho y sus dos brazos inmovilizando los míos. Falta el aire, pataleo, grito con una voz que no sale. Pienso: una estrategia de supervivencia, una escapatoria. ¿Me está matando? ¿Me estoy muriendo? La fuerza es desigual, me retuerzo, giro el cuerpo, lo convulsiono. No sé cuánto dura, parece una eternidad. Al rato afloja. Me suelto, lo empujo hacia un costado. Apenas se mueve. Pero siento el temor en sus ojos, me conoce. Estoy libre y furiosa. Toda la furia de años de maltratos ya empezaba a salir durante las últimas peleas. Retrocede y huye hacia otra habitación (todo golpeador, al fin y al cabo, es un cobarde): es consciente de que no puede dejarme huellas visibles. Lo alcanzo, en el apuro trastrabilla y cae. La emprendo a puñetazos que apenas le hacen mella pero se cubre. No es ese el temor esencial. No es mi fuerza nula frente a la de él: tiene miedo, huelo su miedo, miedo de que la situación se le fuera de las manos, como me escapé yo de las suyas. Del no retorno. De lo imprevisto, de las derivas. De ese último acto donde ya no importa nada y una salta al abismo. Lo de él es calculado: sabe que lo mío, en ese estado de furia original, no. Yo me estaba volviendo capaz de cualquier cosa. Un monstruo que, de una forma u otra, pondrá fin al infierno. Como lo hice un tiempo después.

(¿El motivo de esa trifulca? Me estaba arreglando frente al espejo: alguien, probablemente, me estaba esperando. Un hombre, claro. Que me diera en la cama todo el placer muerto y enterrado durante años en la nuestra). 

miércoles, 24 de enero de 2018

EN PRIMERA PERSONA (4) / LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA, ¿Y EL AMOR?

EN PRIMERA PERSONA
La Familia, la propiedad privada, ¿y el amor?



La historia parece medio calcada. Yo, cerca de 25 años, sola en casa, mamá de viaje. Me enfermo. Pasa a visitarme una familiar cercana, cuyo nombre no quiero acordarme; me ve inmovilizada, llorando de dolor (solo el que tuvo contractura lo sabe). “Ya se te va a pasar”, me dice y me cuenta lo lindo que está el día afuera y que piensa ir de picnic. (Tres días después me llevan en ambulancia al Pirovano: contractura cervical severa, inmovilizada del cuello para abajo). 

Enero de 2018. Salgo de viaje de trabajo por diez días. Comunicación diaria, y varias veces, con mi hijo, que queda solo (bah, con 10 amigos entrando y saliendo de casa). En el medio, cirugía de muela del juicio, programada. “Todo bien mamá, no me dolió nada y duró 20 minutos”, me dice. Fue con un amigo, que se quedó a dormir por las dudas. Al día siguiente, a la guardia por hemorragia, lo atienden de urgencia, por sobre 25 pacientes que estaban antes. La suerte: esos amigos que lo acompañaron en todo momento. Estoy por ir a la oficina de AA, que queda a dos cuadras de mi hotel, para cambiar los pasajes y volver a Buenos Aires. “Mamá, tengo 26”, escucho su voz detrás del teléfono, medio cambiada por el dolor y los medicamentos, pero ya superado el problema: el cirujano se había olvidado de ponerle un cicatrizante. Googleo, leo cosas horribles, apago la computadora, me quedo mirando el celular. Nuevos watsaps me confirman que está bien, haciendo planes para el día siguiente y comiendo helado, como debe ser. Respiro. Envejezco y rejuvenezco. Retomo mis planes.

¿Y el padre? Nada: a partir de los 21 años ya no es problema suyo, se terminaron las obligaciones contractuales. ¿Y aquella familiar que se adjudicaba el rol de madrina? Nada tampoco (ya no recuerdo el argumento de entonces). La mezquindad, la violencia solapada, no es patrimonio de un género y anida en cualquier parentesco (a veces, cuanto más cercano, peor). ¿Habrá posibilidades de renunciar a los lazos espantosos de sangre? ¿Algún modo de abolir la familia y encontrar nuevas formas de comunidad?

Eso sí: doy fe del dicho “sufrir como una madre”. Y que ninguna feminista se atreva a retrucarme.


(Gracias eternas a Julián y a Majo, especialmente)

martes, 23 de enero de 2018

INFANCIA Y VIAJE

El cuerpo llegó hace unas horas; el espíritu aún quedó en Salta. Y con las valijas a medio deshacer, la planificación de un próximo viaje. Los borradores de mi próximo libro están allí, a la espera. No tengo dudas: cuando se viaja se busca la infancia. Y Salta, con sus patios coloniales, su blanca chatura, sus parrales, silencios, aljibes y siestas, es la Asunción de hace algunas décadas atrás.


domingo, 21 de enero de 2018

CRÓNICAS DEL NORTE / EL RETORNO

El retorno

La altura puede ser aliada eficaz como temible enemiga. En cualquier caso, nosotros, los que vivimos al nivel del mar, tenemos que andar con cuidado. El té, caramelos y pastillas de coca, o la hoja para mascar, aquí en Salta, y ni hablar en las alturas de Humahuaca, son usuales. Es tal vez el encanto de la montaña: esa dificultad por ser conquistada y que por supuesto le permitió esconder ciudadelas enteras a los ojos del invasor. ¿Es tu segunda, tercera vez en Salta?, me pregunta un artesano. La tercera, le respondo un poco sorprendida. Es que a Salta siempre se vuelve, yo soy de Buenos Aires, pero vivo hace años en Humahuaca, agrega. ¿Vas a ir?, pregunta. Le cuento que la última vez no me trató muy bien. Que estuve en La Paz, en Potosí, pero sin embargo, fue en Humahuaca donde me apuné. Y mal. No hubo te de coca que me salvó. El hombre se ríe. Hay que ir despacio, aconseja, ir subiendo muy despacio y no vas a sentir la altura. No le dije nada, pero íntimamente disentía: la altura se siente siempre. Despacio, muy despacio llegué a aquellos lugares y sin embargo todo parecía en cámara lenta. Las calles se movían ligeramente y el aire no terminaba de llegar a los pulmones (algunas noches siento eso mismo en Salta, a tan solo 2400 msnm.). Geografía feroz, nada complaciente y sin embargo, ¡cuánta cultura, cuánta belleza, cuántos pensamientos a contramano de la historia occidental! Bellísimo norte que se camufla y le da al turista lo que viene a buscar, ese lugar común del “cóndor pasa” y bailes de ocasión. De artesanías en serie, gastronomía atenuada y shows a medida de las abultadas billeteras del próspero occidente que retorna. Bello norte del que me estoy despidiendo. Y este domingo no podía ser más soleado y azul. Y hasta, como buena mala católica, entré a la colmada Catedral, había misa. No te fijes en los pecados, sino en la fe de tu Iglesia, repetía el cura en una homilía que conocía de memoria. Luego el deseo de paz, la estampita que me obsequió una señora, y que me hizo acordar las de mi primera comunión, y aquello de “tú, haz venido a la orilla, no haz buscado ni a pobres ni a ricos…” que, confieso, me emocionó. Ese es el poder del catolicismo: se enraíza en la infancia y es difícil separarlo después: se sabe, competir con la infancia conlleva a una derrota segura. Bello y raro norte que hasta me hizo volver a misa. Retornar, como decía aquel artesano, a Salta, a la infancia, a cierta suspensión, a cierto delirio que trastoca realidad con alucinación. Esa que solo se consigue, y que no conviene combatirla, aquí en las alturas. 



 







Fotos: Zenda Liendivit (Salta / Enero 2018)

jueves, 18 de enero de 2018

CRÓNICAS DEL NORTE (4) / EL ESTADO, EL MUSEO, LA EMPRESA, LA MEMORIA

El Estado, el Museo, la empresa y la

Memoria

Lo hemos pensado, escrito e interrogado muchas veces: ¿Cómo debería ser hoy un museo? En las grandes metrópolis existe el compromiso de interacción con la ciudad: uno se intercepta con la otra, la interroga, adopta sus formas, sus circuitos de significación y representación, sus cambios e inclusive sus modos de producción. El museo del siglo XXI ya no aspira a ser aquel lugar medio sombrío donde los tesoros de la alta cultura se resguardaban de lo “común”. Todo lo contrario. La ciudad es la gran productora de arte, en lugar de convertirse ella misma en museo (peligro de toda ciudad eterna), se revitaliza con aquella interacción. Pero en ciudades como Salta, donde la impronta colonial es “marca” de identidad, rédito turístico, y de alguna forma, ratificación de otros modos de colonialismo, el tema del Museo adquiere, o tendría que hacerlo, una función crítica. En última instancia, las obras que resguardan sitios como el Museo de Arqueología de Alta Montaña, el Histórico del Norte o el Antropológico, están mostrando esas formas de vida que pertenecen a la historia, pero que sin embargo, perviven, camufladas en el presente. Formas de resistencia sobre vencedores que cada tanto deben neutralizar el reflote de aquellas fuerzas vitales. No es casual que de norte a sur de la Argentina grupos originarios se levanten en contra de estos nuevos modos de colonialismo. Salta colonial es una belleza, pero esa belleza no está en lo colonial sino en esa secreta rebeldía. A la que no habría que confinar al museo. O en todo caso, el museo podría develar estas tensiones (un ejemplo de esta actitud es el revulsivo MoMA de NY, que organiza exposiciones confrontativas). El problema radica en que toda restauración, preservación, excavación o muestra necesita fondos; y el Estado no suele ser demasiado dadivoso. Por lo que las empresas son, en última instancia, las que decidirán qué se conservará y qué se descartará de la memoria. Ese es el triste devenir de toda la cultura en sistemas donde ella está considerada artículo de lujo o superfluo y no parte de la biografía vital de un pueblo.










Museo Antropológico; Museo Histórico del Norte (exteriores) / Salta
Fotos: Zenda Liendivit (Enero 2018)


CRÓNICAS DEL NORTE (3) / CACHI

Cachi

El pueblo es precioso, ¡qué duda cabe! La cuestión es llegar hasta él. No es para cualquiera, hay que atravesar ese tramo diabólico de la ruta 33 que tiene su punto culminante en la Cuesta del Obispo y en donde durante unos minutos, tal vez una hora, el viajero queda en manos de Dios; o del conductor del micro. O, en última instancia, de la misma naturaleza, que tanto puede desatar una lluvia imprevista, con el consiguiente sendero resbaladizo, un alud o descender las nubes hasta que estas, el camino, la cornisa y el abismo formen un todo indistinguible. Personalmente, no tengo vértigo; he recorrido infinitos senderos de montaña. Pero esta, que como bien dice Omar Cabezas es algo más que una inmensa estepa, tiene sus propias reglas que nada tienen de estáticas. Geografía cómplice, aliada, feroz, a veces mortal, ella es el precio para acceder a este valle y a estos pueblos que a ratos parecen irreales. He hablado de ellos en El comienzo de lo terrible. Pero una vez más se ratifica aquéllo de que no es la palabra la mejor aliada en estos casos, sino los sentidos, cierto espíritu predispuesto a la comunión. Por algo habrá sido que los incas no tuvieron escritura: la encontraron superflua. 
Cachi es blanco, el cielo (me dicen) azul todo el año; las montañas a lo lejos, como en Tilcara, custodian esa quietud silenciosa. Cachi es una joya: sospecho que “lo colonial”, los Obispos, la iglesia y las encomiendas fueron apenas una conciliación. Los dioses están en otro lado.
15/1/18













Cachi / Cuesta del Obispo / Nevado
Fotos: Zenda Liendivit (Enero 2018)


domingo, 14 de enero de 2018

CRÓNICAS DEL NORTE (2) / LA NIÑA DEL RAYO, EL NIÑO Y LA DONCELLA

La niña del rayo, el niño y la doncella

Tres niños descubiertos, en perfecto estado de conservación tras 500 años de entierro en la cima del volcán Llullaillaco, a 6700 metros de altura, durante una expedición arqueológica en 1999. Están "exhibidos" en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta. Niños-ofrendas para aplacar a las montañas sagradas, pedir favores o preservar dinastías. La vi a ella, a la niña del rayo. Mientras contemplaba ese rostro precioso, ese cuerpo aterido seguramente por el frío, ese ajuar lujoso, no me decidía si la atrocidad que me revolvía ligeramente el estómago radicaba en las costumbres incaicas o en esa tecnología interdisciplinaria que a través de la criopreservación traía cuerpos del pasado, como si hubieran muerto ayer, y de los que se podía saber qué enfermedades padecían (la doncella tenía bronquiolitis; los dos más pequeños, gozaban de excelente salud). Dos tecnologías en pugna. La ofrenda sagrada que por geografía se garantiza la eternidad y la investigación científica que la ultraja. En el salon de los videos explicativos me bajó la presión; o me subió. En todo caso, mi cuerpo también se puso en juego. Así es el norte andino; así también es occidente y sus progresos.

CRÓNICAS DEL NORTE (1) / SALTA

Salta


Fotogénica. Lo primero que se me ocurre cuando, cámara en mano, la voy retratando. Surge la inevitable postal y eso otro que todavía no se termina de dilucidar: la belleza de Salta, como cualquier belleza abismal, tiene un fondo inexplicable. Ni la historia, ni las culturas sedimentadas ni la naturaleza que se confabulan para ofrecer semejante espectáculo (porque Salta es escenográfica) alcanzan. Pero no vine a Salta, por tercera vez, para intentar descifrar ese enigma que convoca a un determinado tipo de viajero y que la lanza al mercado turístico con la marca, precisamente, de la belleza. Salta, en esta travesía, es cabecera. Después de una sobredosis de modernidad, de grandes, fastuosas y miserables metrópolis, se imponía un paréntesis transitorio. Tampoco me interesaba volver sobre “lo colonial”, de lo que estoy un poco harta. El objetivo principal son los pueblos. El pueblo. Esa comunidad fundada, en estos casos, por culturas pre occidentales. ¿Qué pervivirá de uno en lo otro? El norte tiene la suerte (o la ventaja) de su topografía, de su indómita geografía, que de alguna forma impidió su liquidación masiva al mejor postor, como ocurrió en el sur. Hacia allá voy, otra vez: me esperan alturas, cornisas, caminos de ripio, té de coca y esperemos que no demasiadas lluvias. Como ahora, que en Salta está diluviando.






 


FOTOS: ZENDA LIENDIVIT (ENERO 2018)

lunes, 8 de enero de 2018

EL VIAJE

El viaje

Hace más de 15 años que no viajo por turismo; antes lo había hecho varias veces y así quedó la mayoría de aquellas travesías, perdidas en la memoria: o porque elegía pésimamente los acompañantes, o porque con los lugares no lograba empatía alguna. Por lo general, por ambos motivos. Porque viajar es un asunto amoroso antes que turístico, vacacional o incluso profesional. El viaje exige la puesta en juego del espíritu, la participación activa, el esfuerzo intelectual pero también emocional y corporal del viajero que por unos instantes entra en comunión con esa atmósfera nueva. O reincidente. De ahí que el trabajador, que día tras día, mes a mes, está sometido a relojes, ordenes, jefes despóticos, devaluaciones y temor al despido, se incline por el turismo deglutidor antes que por el viaje. O por huir desesperadamente hacia aquellos lugares donde se garantizará lo conocido. Viajar es definitivamente un asunto amoroso. Solo que, por fortuna, no tenemos que vivir el resto de nuestras vidas con el sitio visitado. Bien lo entrevió (y padeció) Stendhal con Milán (y casi todos los grandes viajeros del siglo XIX que dejaron testimonios): nunca intentar perpetuar el instante que está condenado a la fugacidad, nunca creer haber atrapado el momento, el espacio-cuerpo que se nos ofrece con voluptuosidad. El viaje, como la pasión amorosa, no tendría razón de ser si no se vislumbrara el final. Aún antes de iniciado el mismo.