sábado, 31 de marzo de 2018

PROYECTO FLORIDA / GEOGRAFÍAS DEL DESENCANTO

CINE / PROYECTO FLORIDA
Geografías del desencanto

Se sabe: cuando en los filmes hay niños, los mayores tiemblan. En este caso, por partida doble: no solo que la extraordinaria Brooklynn K. Prince (la endemoniada Moonee) se roba, literalmente, la nueva película de Sean Baker, sino que la vida adulta (ya en la ficción) se ve jaqueada continuamente por el ejercicio a pleno de una infancia sin frenos. Los niños, comandados por Moonee, estrujan ese tiempo-espacio hacia afuera de los bordes permitidos por un sistema que los olvidó hace rato, y se constituyen en un particular elemento de transición entre dos realidades enfrentadas: el "mágico" mundo de Disney, con sus castillos y parques encantados, y la vida miserable de los desclasados del gran sueño americano que pululan en monoblocks coloridos, proyectos truncos devenidos marginales, e implacables a la hora del cobro de la renta semanal. Entre ambos, en ese espacio del medio, que se resuelve con baldíos, yuyos, edificios abandonados, negocios plastificados, arquitectura parlante y chatarra, y lagunas con caimanes, Mooney impone sus reglas. Ecos de Boyhood y por supuesto, y en mayor medida, de Petit freres, se escuchan en Proyecto Florida. Una geografía de la desesperación que va de la experiencia lúdica y salvaje de la niñez al choque con la realidad y a la improbable salvación por la ficción. Hay cierto cine (y también televisión) independiente que recibió la noticia, los viejos relatos tambalean, la producción de epica y magia, formateada y en serie, sirve solo ya para iluminar una realidad ineludible: EEUU está en problemas. Sus márgenes se están desplazando peligrosamente hacia el centro. Y exigen su propia estética.

miércoles, 21 de marzo de 2018

LIBROS, VIAJES Y TV

LIBROS, VIAJES y TV
Viajar o encerrarme a terminar un libro. Dilema eterno. En este próximo viaje no habrá crónicas ni producciones fotográficas. Voy detrás de libros. Que no he escrito. Pero los que están en construcción, presionan. Como amantes desesperados o hijos malcriados. Padecí ambas situaciones. Preciosas y a la vez un poco angustiantes. ¿La tercera posición? Incluirme en una ficción y vivir allí. ¿Quién no soñó con ser parte de alguna novela inmortal, olvidarse del mundo real y desear que esta no terminara jamás? Supongo que nadie. Mis pretensiones son, por ahora, menores: mi adicción a las series goza de excelente salud (en este momento, no puedo leer nada que no fueran mis propios escritos).


Foto: Crashing

EN PRIMERA PERSONA (8) / CÓMO ME LIBRÉ DE UN VIOLENTO

Como me libré de un violento

Supongan que estiran la mano hacia un objeto y lo atraviesan sin problemas. ¿Se estarán volviendo locos?  Pero no, porque el objeto sigue allí. Y lo que es peor aún, va adoptando (o mejor dicho, copiando) sus maneras, sus percepciones, hasta sus propias expresiones y opiniones. Ese objeto a la vez, como en un relato de Kafka, tiene una particularidad: parece un ser humano. Entonces insisto, extiendo la mano, y de nuevo lo atravieso: allí no hay nada. La no substancia. Es como un eco o espejismo sujeto a mi voluntad. ¿Sujeto a mi voluntad? Eso es lo que el objeto me quiere hacer creer: no contradice, repite, me observa para aprender como reaccionar frente a una desgracia o a una alegría, se anticipa a deseos. Me imita como un mono. Ese objeto-hombre está allí, día y noche, vigilante, observador, eufórico: ha encontrado una presa. El tiempo, y solo el tiempo, lo va develando: la imitación y la simulación, entonces, funcionan exclusivamente como estrategias de desmantelamiento. De hacer sentir a su objetivo, al que verá como un objeto también, como en casa para luego, socavarlo.

La pregunta era, prosiguiendo con la entrega anterior, cómo sacar a un golpeador, hombre objeto, mono y sin substancia, encima, mediocre, pero con amplio poder destructivo, de mi casa. Ya no de mi vida, de la que lo había expulsado hacía rato. El problema consistía en que, lejos de complementarlo, yo poseía ambas mitades: la que podía ver y distinguir la diferencia, y la otra. Tenía amplia formación al respecto, nada menos que mis primeros 18 años de vida. La primera lo habría expulsado de inmediato; la otra, lo había retenido. ¿Para qué?  Lo confieso: para desmantelarlo, para de alguna forma, sacarlo de circulación. 

Pero aguarden antes de juzgar. No fue mi intención inicial. Fue una dinámica que llevó tiempo y sobre todo, corroboración. Piensen que los seres violentos y golpeadores no se detectan enseguida. Entonces, expulsarlo de mi casa, de mi hábitat, implicaba el triunfo de una parte sobre la otra. Como el espécimen ya estaba apegado a mí, aunque no me soportara ni había ya posibilidad de intimidad alguna (los continuos enfrentamientos le hicieron comprender que se había topado con alguien, de alguna forma, parecido), empecé con el proceso de desgaste. A echarlo periódicamente de ese espacio vital que quería recuperar en forma permanente. Él retornaba, pero cada vez más agotado, con la máscara siempre infalible de víctima. Eso me dio tiempo y oxígeno. Cuando encontré el momento –siempre existe ese momento-, le asesté el golpe final, aquello imposible de asimilar para un ser de naturaleza grandilocuente, autoendiosado, con baja autoestima y nula capacidad de empatía: “salgo un rato, me voy a acostar con fulano”. Estupefacción inenarrable. Ya sabía, policías mediante, que la violencia física estaba descartada. Ya no era el portero, el electricista, el profesor del seminario de turno o el compañero de trabajo, ni un anónimo o remoto “me acuesto con quién se me da la gana”. No, era un hombre concreto, desconocido. Un hombre que podía venir a pedir explicaciones. Un hombre sexual, no una mujer o un familiar. Es decir, tuve que recurrir al mismo machismo que, a la larga, amenazaba con matarme: en dos días juntó sus cosas (y varias de las mías) y se fue, aterrado, como quien ve un espectro. O un par. No tardó, sin embargo, en volver a sus juegos, el desmantelamiento económico y los fallidos intentos judiciales: yo debía pagar la osadía de dejarlo. 

Este relato no es una receta para mujeres que atraviesan situaciones parecidas. En primer lugar, porque estas no existen; en segundo, porque se necesita de algo que muchas mujeres carecen: un temperamento especial, adiestrado en lidiar con criminales en potencia. Porque eso es un violento y un golpeador. No se trata de un asunto de valentía. Temperamento y crianza, me educó un psicópata. No pude, en ese momento, defenderme de él. Pero me dio las armas para el futuro. Jamás pensé que las tendría que usar. Ni siquiera que las tenía. Recién cuando me topé con un ejemplar parecido, fue brotando esa capacidad desconocida. Después del tercer o cuarto golpe, de los mechones de pelo arrancados, de los moretones, de las humillaciones, del cuerpo lanzado al vacío contra banquetas y camas, de las sofocantes escenas de celos, de las extorsiones materiales y espirituales, de las amenazas de muerte o de ácido en el rostro; recién cuando comprendí que la historia empezaba a repetirse, salió aquel armamento. Esa monstruosidad incurable que anida como serpiente enroscada en los pliegues de una supuesta normalidad. Pero esta vez, el veneno fue utilizado con fines terapéuticos. 

(La foto corresponde al episodio final de la serie Big littles lies)

domingo, 18 de marzo de 2018

CINE / EL HILO FANTASMA

EL HILO FANTASMA
Pliegues

Que Daniel Day Lewis es un actor fuera de lo común es una obviedad que en este caso conviene recordar: El hilo fantasma gira en torno a él, al personaje y al actor. Una fuerza centrípeta que succiona a los otros y al resto de los recursos fílmicos, escenografía, fotografía, situaciones argumentales. Incluso, a los mínimos detalles. Porque al fin y al cabo, la película es eso, detalles, costuras, roturas, tramas secretas, fragmentos que deben conformar una obra excepcional en cuyos pliegues se alian viejos enemigos irrconciliables: la obsesión perfeccionista, con el método y la disciplina como armas fundamentales, además del talento, claro está, y la irracionalidad de la superstición y el conjuro contra las fuerzas fantasmales que perviven de una generación a otra. Los varios planos en los que puede leerse el film se metaforizan, precisamente, en ese ensamblado de telas superpuestas, que van adosándose al cuerpo y que actuarán de acuerdo más al devenir que a los deseos del artista. Como cualquier obra de arte. 

sábado, 17 de marzo de 2018

NOTAS DE AFUERA (3) / AMOR DESCARTABLE

Amor descartable

Un cuerpo. Apenas lo distingo. Solo el brillo del pelo que se desparrama sobre la almohada. La luz de la calle, que entra por las discretas rendijas de la habitación de hotel, muere justo allí, en la cabellera de color indefinido y de identidad desconocida. Anoche, en ese adverbio de tiempo que se me antojaba remoto habría alguna pista de ese hombre que duerme a mi lado. Ni siquiera recuerdo la pasión que tuvo que haber acontecido en aquel cuarto anónimo, refugio obligado de los jóvenes de entonces que vivíamos todavía en casas familiares. Cuarto anónimo, hombre desconocido, intimidad que había muerto también entre las sábanas, cierto terror difuso. Hundo la cabeza en la almohada. Cierro los ojos. 

La vida discurría entre facultad, militancia y cuartos de hoteles al paso. Esto último hegemonizaba el tiempo, como una montaña rusa que se había salido de sus rieles y nos mantenía siempre al borde del abismo, suspendidos y a la espera. Esa noche, sin embargo, fue el principio del fin. De una era. Los ochenta agonizaban prematuramente y todavía no sabíamos que cada vez que un gobierno cayera antes de tiempo lo haría con ruido, balas y muertos. La Tablada y los saqueos estaban a la vuelta de la esquina. Y unos pasos atrás, el nefasto “felices pascuas”. La sexualidad revolucionaria  también estaba llegando a su fin. Empezaba a aburrirnos, pasaban los cuerpos desconocidos y conocidos por camas anónimas, las reuniones predecibles en casas ajenas, las madrugadas interminables vagando por una Buenos Aires cada vez más hostil, la incertidumbre por un futuro que siempre se nos antojaba un poco más negro. Yo añoraba, ya entonces, los primeros años pos dictadura. El instante sagrado del renacimiento. El inicio del torbellino, del agite, de esas primeras veces irrepetibles, del amor redentor y de la lucha con final feliz. También entonces estábamos desesperados. Vivíamos desesperados, deambulábamos desesperados, pero creíamos.  Sin saberlo, habitábamos un afuera que nos devolvía el espejismo del centro. Éramos una raza en extinción: tal vez, la última generación de jóvenes creyentes. “Mamá, ella nunca se va a casar, es anarquista”, le decía entonces un compañero de estudios a su madre cuando yo iba a su casa a estudiar. La mujer, modista de alta costura, solía hacerme modelar sus trajes de novia a modo de prueba. "Qué bella estás, imaginate cuando sea el tuyo", me decía contemplando su preciosa obra sobre mi cuerpo. Los otros reían e insistían en algo que cumplí a rajatabla. "Pero como que no, cuando se enamore hablamos", insistía la mujer. Mi reflejo en el espejo y el terror que me recorría la espalda, como un film de clase B, certificaban que no, que no seríamos ni esas mujeres ni esos hombres que prohibían el sexo en las casas familiares o que soñaban con el blanco y la descendencia. Nunca seríamos normales.

La luz de la mañana entra a raudales. El turno termina a las diez. Vamos a desayunar a un bar de Chacarita. Una saludable nube de indiferencia empieza a levantarse entre los dos. O ya fluía de antes. Me deprime el momento, me alegra saber que no lo volveré a ver. Intuyo que a él le pasa lo mismo. Nada personal. Solo hartazgo prematuro.  Mucho tiempo después leí que Flaubert pensaba que despertar con un cuerpo desconocido a nuestro lado era una experiencia imprescindible para comprender la modernidad. La estaba comprendiendo entonces a costa de sangre y deseos. No tengo dudas: después de cerca de diez años convulsivos, estaba harta de ser joven.

martes, 13 de marzo de 2018

NOTAS DE AFUERA (2) / NUNCA VOLVEREMOS A SER JOVENES

Nunca volveremos a
ser jóvenes

Los jóvenes son graves; viven esencialmente el futuro. No habrá “franja etaria” más consciente de la transitoriedad del tiempo que el joven. Como un reloj de arena, ven discurrir su juventud casi en tiempo pasado. La angustia de lo efímero se conjuga con la sensación de eternidad, que también acecha, ambas tironean, ambas saben el final del juego. Los jóvenes se sienten viejos por haber sido expulsados del periodo de gracia de la adolescencia (allí empiezan también ellos con el proceso de mitificación del pasado) 
y acorralados por la madurez que les espera a la vuelta de la esquina. Odian, con justa razón, el embelesamiento de los adultos por la piel tersa, el pelo brilloso, los músculos firmes, el asedio por una improbable ósmosis y la copia: odian lo que saben que van a perder en segundos. Ese mismo endiosamiento los aterra aún más: en esos idólatras nos convertiremos muy pronto. Para un joven no debe haber mayor hecatombe que pensar en llegar a la adultez (de lo que está salvado el niño a través de su espíritu lúdico). De centro a periferia nostalgiosa, cuando no, patética. Cuerpos en decadencia y discursos, lenguajes y ropajes que tratan de emularlos, o por lo menos, ofrecer una versión que de ellos se hicieron a lo largo del tiempo y la desmemoria; y el espanto crece. Adultos que viven el instante, no por juventud sino por la certeza de un final que ya empieza a sonreírles; no hay que demostrar ni conseguir nada más: la irrelevancia los absuelve de dar explicaciones. Son seres que de jóvenes fueron graves y que se jovializaron con el tiempo. Se olvidan, por motivos de supervivencia, de lo esencial: la innata apertura a lo nuevo, el escaso bagaje que todavía no empuja hacia abajo y la expectación y la escucha del verdadero joven hacia lo otro son irrecuperables con el paso del tiempo.  Tal vez los artistas sean los únicos que gocen, sin proponérselo, del privilegio de  la eterna juventud. O más aún, de la infancia eterna. Pero solo los verdaderos. Por ello, la caricatura nunca compite ni se confunde con la realidad. Es apenas una reinterpretación de aquellos detalles salientes y significativos de lo que, economía comunicacional mediante, está instalado en el imaginario sobre el objeto de estudio. Por eso, el rechazo y el asco. O la risa. Nunca se vuelve a ser joven. Todo lo demás es apenas una estrategia de autoconvencimiento sin fisuras que cuenta con un único convencido: el adulto, que ya solo se escucha a sí mismo. Y, claro está, con una generosa farmacopea que, como el canto de las sirenas de Ulises, promete la gloria sensual, el reverdecer de la potencia extinguida: pocos se tapan los oídos o se atan a mástiles para no sucumbir a ella. Habría que ser un héroe. Y, ya sabemos, la época moderna, esa vieja jovial,  los ha desterrado hace tiempo.

La foto que ilustra esta nota es de Nahuel Track, de Agencia Sinestesia

lunes, 12 de marzo de 2018

(INTIMIDADES)

Me gusta el otro. Amo las charlas de café en bares interminables. O las madrugadas habladas en casas entrañables. Digo: amo un mundo en vías de extinción. O ya desaparecido y estos son apenas recuerdos camuflados de actualidad. Deseo cuerpos y no pantallas; miradas y sonrisas y no íconos. Una pública intimidad nos acorrala. Estoy aturdida de voces anónimas y fugaces que circulan incontinentes, obsoletas en segundos. Suficiente lidiar con las que tengo en la cabeza: ellas, por lo menos, me exigen la escritura. Y el silencio.

domingo, 11 de marzo de 2018

AFUERA / ESCRITURA Y FRACASO

Escritura y fracaso

Escribir es tratar de contestar alguna pregunta que formulamos alguna vez y que olvidamos. O, lo que es lo mismo, tratar de encontrarla. La escritura es insatisfacción y olvido. O nomadismo activo. No se aquieta ni aún con la letra impresa, su geografia es siempre inestable. Veo mis libros publicados, me recorre la extrañeza. Algo se movió de foco, o ellos o yo. O ambos. Somos en última instancia seres vivos que se estudian con recelo. Se desconocen, o se conocen muy bien. Como dos amantes que se vuelven a encontrar después de un tiempo: no queda nada pero allí está, eso innombrable que los vuelve tan extraños como cercanos a la vez. Fuera de foco; ¿qué escritor-pensador serio no lo está? Seguramente en este momento no hay nadie allí afuera, a la escucha y a la espera; vendrá después, o ya estuvo.  Ese es el fracaso de toda escritura que va contra su propio tiempo y que habita territorios móviles. Pero probablemente también su victoria. Felicidad y escritura están en frecuencias diferentes, planos paralelos que, por mero instinto de conservación, se miran de lejos, mantienen distancia. Por suerte. Hoy, a las puertas del otoño, se inaugura esta nueva columna, Afuera, que saldra los domingos en este espacio.

Foto: Z.L. (Marzo 2018)

sábado, 10 de marzo de 2018

ACTUALIDAD / EL FEMINISMO Y EL EMPOBRECIMIENTO DE LA POLÍTICA

El empobrecimiento de la práctica política

En los 80, herederos de los nefastos 70, se militaba en otra forma. Y esto no es un lugar común, ni un gesto melancólico. La forma y el contenido constituían una unidad que era prácticamente imposible que el poder se apropiara de aquellas luchas, salvo por la fuerza, claro está. El enemigo era tan claro que no había conciliación posible. Por eso, era imprescindible la teoría como práctica. Nos formábamos como militantes (aunque en plenarios y reuniones de agrupación, a veces termináramos a los gritos). Sin ella, nos convertíamos en blanco fácil, idiotas útiles, cooptados o desertores. La lucha nos consumía las 24 hs. del día. Y no era excluyente: trabajadores, estudiantes, explotados, olvidados del sistema: todo oprimido era el objetivo y el motor. Y claro está, los desaparecidos. Ese rasgo tan distintivo de la modernidad, buscar siempre unidades, totalidades y cofradías incluyentes y solidarias, es lo que se perdió en esta nefasta postmodernidad. Hoy, hay derecho de admisión; hoy, hay tenidas que cumplir; hoy hay cinco o seis reclamos contra un enemigo que es una fantasmagoría, el patriarcado. Hoy se lucha contra el viento. Por eso, con extrema facilidad, se cae al otro lado: porque no hay raíces ni saberes ni sustentos. Es la remera del Che que circula prostibularia y adquiere la identidad de quien la viste. La primera explicación que se me ocurre es que el neoliberalismo y también el populismo hicieron muy bien su tarea, desmantelar los espacios de pensamiento, atacar fuertemente la educación y la cultura. Hoy, pero desde hace ya décadas, escuelas medias y facultades están en una orfandad irreparable. No se producen ideas ni pensamiento crítico. Allí, empezamos a morir un poco.

(Fotos: Mayo Francés / 8M )

martes, 6 de marzo de 2018

EN PRIMERA PERSONA (7) / EROTISMO Y PROMESAS DE ÁCIDO EN EL ROSTRO

EN PRIMERA PERSONA (7)
Erotismo y promesas de ácido
en el rostro


No sé si será que el estudio fue mi refugio durante la adolescencia en la violenta casa paterna; o la violencia fue desatada, en parte, por esos estudios. Padre brillante que se encuentra con tres hijos abanderados, altísimos coeficientes intelectuales, halagados por profesores y directores, etc. Y él, en declive. Mental, físico y profesional.

¿Repetí la historia en mi vida adulta? ¿El  huevo y la gallina? 

Arquitectura, filosofía, proyectos que materializaba con cierta facilidad. Y el otro, que siempre había sido el intelectual de su familia de origen, entrevió allí el peligro. El adoctrinamiento,  o mejor dicho, el intento, fue lento y sutil: en principio, todo compañero, profesor, colega, amigo, era amante, potencial o en acto. Hombres a los que quería seducir. O que me querían seducir. O que ya nos habíamos seducido. No había otro motivo por el cual yo, que desde los cinco años cuando entré a primer grado, jamás había dejado de estudiar, deseara frecuentar clases y seminarios después de recibirme. De golpe el mundo se había reformulado: mis estudios tenían exclusivos fines eróticos: "¿Por qué le sonreíste a aquel compañero? ¿Y ese profesor quién es? ¿Te gusta? ¿A dónde fueron después de clases?", etc. Lo de rutina. Cada reunión compartida terminaba en desastre. Luego, el rouge, el escote, el jean, la pollera corta. Luego, la ampliación de mis intereses sentimentales: el plomero, el electricista, el vecino, el cerrajero, el portero, y así, indefinidamente: yo era una ninfómana que deseaba a todo el mundo, menos a él, claro está.  Al menor reclamo, el llanto, el pedido de perdón o la actitud policial: "Tengo miedo de perderte". "No niegues que le sonreíste". Y todo el libreto harto conocido de cualquier manipulador. 

En una ocasión tuve la “desgracia” que, durante una noche de sábado, en plena Corrientes, dos actores muy famosos, y muy atractivos, posaran la vista sobre mí. Como lo habrán hecho dos segundos antes en la mujer que me precedió. Y dos segundos después, en la que venía detrás mío. Los odió hasta el último día. Solía pararse en el umbral, con esa mirada inquisidora de quién busca el crimen antes de ser cometido, mientras me estaba arreglando para salir, y me espetaba aquello de que "esos dos me habían mirado". Deducía, con su modo particular de sentarme siempre en el banquillo de los acusados, de que yo, seguramente, les había transmitido algo con la mirada, los había provocado, etc., etc. Y así con varios. Yo conocía el argumento de memoria. A mi mamá, por carácter, esos reclamos la encerraron en casa durante décadas. A mí en cambio, baqueana en esto de tratar con psicópatas que encima pasan a la acción, me provocaban al enfrentamiento. A visibilizar las verdaderas intenciones. Entonces, el rouge más intenso, la risa más fuerte, el escote un poco más profundo. ¿Ves?, soy indomesticable, como me conociste. Hasta algún punto, lo disfruté: venganza tal vez.

El error: la semana siguiente empezaba un seminario. Durante toda la noche, Googleó si el docente que lo dictaba era casado. Desconozco qué descubrió. Pero me despertó a los empujones a la mañana y me dijo que yo solo quería volver a la juventud libertina de la universidad, donde “me acostaba con todo el mundo”. Mareada de sueño (solía hacerlo a menudo, casi como una tortura), me incorporé y le dije que se fuera al diablo. Seguí durmiendo. Su mente, sin embargo, siguió trabajando. A la noche, convencido seguramente de que el docente, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, y yo huiríamos juntos a alguna playa remota, vino la amenaza: “si me dejás, te tiro ácido a la cara como hizo tu papá con tu mamá”. Recuerdo que yo estaba en la computadora escribiendo. Craso error de su parte: nuestro hijo estaba presente. Lo eché de mi casa. Pero volvió al día siguiente, rompiendo puertas, cerrojos y cadenas, llorando, pidiendo perdón. Pero convencido de que tenía razón.

Ese día empecé a pergeñar una estrategia diferente: cómo sacar, definitivamente, a un psicópata de mi vida (y de mi departamento).

(Este testimonio, aquí ampliado, consta en la declaración que realicé en la Oficina de Violencia doméstica, en junio de 2017).

sábado, 3 de marzo de 2018

CURSOS 2018

CURSOS 2018
Empezaron las inscripciones para los cursos del Centro de Arte y Pensamiento de Revista Contratiempo

Consultas e informes: