domingo, 31 de octubre de 2010

KIRCHNER Y FERREYRA / La muerte y la brújula

Hubo un asesinato en Barracas hace dos semanas y media. Un joven estudiante y militante del Partido Obrero fue acribillado a balazos, durante una manifestación sindical, frente a la mirada atónita de unos y permisiva de varios. Siete días después muere Kirchner, de muerte natural, con el interrogante nunca resuelto para él sobre quién fue el asesino que le tiró ese muerto a su gobierno. No es aventurado suponer que pensó en Maximilano Kosteki y Darío Santillán como nefastos antecedentes. Luego, todo lo conocido, el velorio, el sepelio, los saludos calificados, las exclusiones, los odios y las declaraciones de amor y de aquelo que la lucha continua. El secreteo en la trastienda y las multitudes dolientes. En el medio, estas dos muertes, una en Barracas, la otra en Calafate, tan secretamente unidas en el futuro político del país. Se podría llegar a pensar que una mente perversa pudo haber ideado la primera con la esperanza de la segunda. Un muerto que arrastra consigo otro muerto suele ser una eficaz fórmula en la política. Suele ser, en realidad, el fracaso de la política. Un asesinato puede diezmar un gobierno pero, con efectos más directos, diezmar a un hombre. Mariano Ferreyra pudo haber sido ese puntapié inicial de una periódica serie de hechos de sangre, para que todo un gobierno empezara a declinar. O para que un hombre siguiera las pistas que lo conducirían, tarde o temprano, a su propio sepulcro. Lo que siempre genera un interrogante, interrogante vital que recorre la historia de la humanidad, y que por supuesto no está exento del relato de Borges, es cuánto de ese destino inexorable es construido por otros y cuánto participa la propia víctima en dicha construcción.

sábado, 23 de octubre de 2010

FACEBOOK Y EL MILLÓN DE AMIGOS

El problema singular

El solitario siempre fue un problema y un peligro. Un problema porque las sociedades, y concretamente las ciudades, están pensadas para la vida en masa, no para el aislamiento –más allá de la soledad de las grandes metrópolis, la consigna, el objetivo y el objeto de deseo, siempre son los otros. Y un peligro porque el itinerario del hombre solo siempre es impredecible. En los extremos están el linyera y el psicópata, pero la sola acepción lingüística ya surte un efecto tranquilizador. A la soledad le seduce la locura. Esta constituye, de alguna forma, su culminación –no exactamente porque uno se libró de los otros sino porque hizo de los otros lo que quiso. Al que renuncia al reflejo configurador del grupo, al reducto de la previsibilidad, ya sea la tribu o el gueto, le espera la condena social del descrédito y la sospecha sobre sus verdaderas intenciones. Como si la singularidad no fuera garantía, el solitario es un devalúo vergonzante de antemano. Lo paradójico de esta condena es la comprobación de que grandes obras del pensamiento y del arte surgieron de hombres que sintieron en el cuerpo el desierto abismal de constituirse en objeto y reflejo a la vez. Una variante actual de esta pervivencia deseante son las redes sociales: como las nuevas tecnologías son productoras por excelencia de solitarios en masa, el usuario acumula, ostenta y muestra al mundo que no es un ser oscuro y olvidado, inclinado el día entero sobre su notebook, aislado entre cuatro paredes y sin emitir sonido alguno, sino un ser ratificado permanentemente por su entorno. En la actualidad, entonces, la valoración social estaría dada por ese número mágico que tanto garantizará, y publicitará, la pertenencia y la popularidad del poseedor del mismo como su capacidad para aglutinar y servir en bandeja una masa de clientes, ordenados prolijamente según intereses, gustos y aficiones, lugares de trabajo, estudios o diversión, lista para ser consumida por las grandes redes invisibles que operan estos recursos sociales. Poderes que saben que el hombre solo es una peligrosa forma de terrorismo comunicacional, un interruptor de esta cadena de utilidades que enlaza la necesidad de relieve y protagonismo del hombre perdido entre multitudes amorfas y aquel deseo del reflejo legitimador de los demás.

jueves, 21 de octubre de 2010

REPUDIO, CONDENA Y SOLIDARIDAD

La moral de la pandilla
El destino sangriento de la Argentina escribió ayer un nuevo capítulo. Un asesinato  que bautizará la década, se convertirá en hito, en ícono y en recordatorio. Recordatorio de que, pese a todo, no podemos escapar de ese destino que urge a la sangre como palabra última, irrebatible. Atroz eslabón de una cadena de cuerpos suprimidos, siempre habrá, lo dice el cuerpo acribillado de Mariano Ferreyra, uno próximo listo para el matadero. Listo para demostrar que la moral de la pandilla prevalece sobre cualquier otra forma de vida y de convivencia.  Sobre el murmullo, sobre el ruido de palabras huecas e inconsistentes, sobre las buenas intenciones, sobre cualquier intento por cambiar esa ruta violenta atestada de cadáveres recordados en pancartas, marchas y reclamos.  Historia argentina conocida.


Expresamos nuestro más enérgico repudio por el asesinato del estudiante y militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra. Exigimos el inmediato esclarecimiento del hecho y condenamos cualquier forma de violencia, incluida la impunidad y la lentitud de la justicia.

Prensa, Redacción y Dirección
Revista Contratiempo
http://www.revistacontratiempo.com.ar/

miércoles, 6 de octubre de 2010

PAPEL PRENSA: Un policial malo

Tinta y Sangre

Corren los años más feroces de la dictadura. Hay una gran transacción comercial (y lo que se compra y vende no son galletas sino los diarios más poderosos de la época, esa gran debilidad de todo poder autoritario). Pero cuatro meses después, los vendedores son desaparecidos y torturados. Los compradores, que no son desaparecidos ni torturados, quedan bajo la mira. Sobre todo porque serán los responsables de varias portadas donde el proceso militar estará en primer plano y no precisamente por sus características nefastas. Treinta y tres años después, el problema es cómo se cuenta aquella historia. Reaparecen los actores, se dividen en bandos opuestos, se pelean, discuten, recuerdan detalles a favor o en contra de la versión del otro y sobre todo, obviamente, no se ponen de acuerdo. Corren ríos de tinta y todo hace suponer que también de sangre. Sangre mezclada con tinta y suspendida durante más de tres décadas. Ya sabemos que en un enfrentamiento entre poderosos, el resto sólo puede observar. Pero la verosimilitud es la condición de toda buena liturgia para ganar creyentes; lo saben las religiones, lo saben los buenos políticos, deberían saberlo los medios de comunicación. El público, que lee esta contienda reactualizada, la exige, puesto que ni se le ocurre aspirar a algún tipo de verdad. Y en el presente relato elaborado por esos medios lo que indudablemente falta es verosimilitud. No es verosímil, lo que no significa que no fuera cierto. Pero verosímil no es. Y aunque aparezcan la familia, los vecinos, los amigos de la infancia y demás entornos de los damnificados, confirmando que todo fue de común acuerdo, seguirá siendo inverosímil. Las corporaciones mediáticas no pueden aspirar a tanta estupidez cómplice por parte de su público. En todo caso, deberían buscar las formas para volverlo creíble. Incluso, hasta podrían aplicar técnicas del buen policial negro para demostrar su inocencia. O, por lo menos, su mínima culpabilidad. Si al fin y al cabo, hubo crímenes, asesinatos, víctimas y culpables. Hubo uno o varios móviles. Y, principalmente, quedaron huellas, rastros y pistas a seguir. La buena ficción siempre busca tinta adiestrada para ser comunicada; lamentablemente, la sangre de la que hablamos es real y hoy, todavía, se mezcla obscenamente entre los intereses de esos poderosos que con tal de salirse con la suya elaboran malos relatos, tanto para imponerlos como para impugnarlos.