Barrio Sur
Durazno y
Convención. Escucho a Jaime Ross una y otra vez antes de viajar. Algo me resuena, por
sobre los versos, por sobre el ritmo, una lejanía que se presenta y se esquiva,
familiar y a la vez ajena. Todavía indescifrable. Unas horas después, la experiencia directa (y
sobre todo, la primera vez) da algunas pistas: el tiempo atrapado en el mítico Barrio Sur es un tiempo emancipado de
coordenadas geográficas que (me) trae de imprevisto a otra ciudad, la Asunción de los años 60.
Chata, cadenciosa, arbolada a ratos, con resabios coloniales mezclados con un racionalismo
austero. Una atmósfera donde se fusiona la nostalgia colorida del candombe con
la tristeza ancestral del guaraní y que, a la vez, se libera de aquellas deudas,
coloniales y modernas, a través de una determinada forma de apropiación. Del
espacio pero también de la voz (la habitabilidad marginal y la lengua condenada de inmigrantes, externos e internos). Un uso que se funda y se sustenta en la
precariedad, en la historia de esa precariedad, una cierta forma de existencia
que se torna, a la vez, en mecanismo de resistencia. Este espacio, sin embargo, para ser
experimentado, exige que el espíritu se ponga en juego, que establezca esas
tensiones, esas relaciones, esas discontinuidades, esas roturas temporales Que se emancipe de sí mismo (que suele ser su peor captor). O, en todo caso, que asuma el
riesgo de encontrarse.
Fotos: Zenda Liendivit (Julio 2014)