Refundar el centro de
Asunción
El centro está muerto. Me
lo dijeron ni bien puse un pié en la capital del Paraguay después de diez años
de ausencia: tradicionales negocios cerrados, poquísimo tránsito peatonal, edificios
derruidos, como si hubieran sobrevivido a un incendio, y traslado de las
principales funciones públicas y privadas hacia otras zonas. Imagen desoladora
de un espacio fundacional tan significativo para la memoria de un pueblo. Porque
la identidad de una ciudad radica en el pasado, que pervive en construcciones,
costumbres e íconos. Toda capital es productora de símbolos y a la vez,
constituye el resguardo de los bienes intangibles de una nación (de allí la
estupidez pragmática de aquellos que acusan a Buenos Aires de “no producir
nada”). Desde ese sitio, dialoga con el resto de las grandes ciudades y a la
vez, se nutre de ellas. La preservación de la historia es esencial, aunque para
ello se deba enfrentar a los espurios intereses inmobiliarios, que suelen ser
poderosos urbanistas. Al parecer, la generación de núcleos privilegiados de
consumo es el mandato de la época. Pero el shopping y la gastronomía internacional no constituyen marcas identitarias. Paraguay no puede dar la
espalda a su riquísima y, por qué no, trágica historia. Con el nacionalismo no
alcanza; borrar o destruir las huellas es el camino más seguro para el olvido y
la ignorancia. La potencia del pasado que se ilumina, a manera de Benjamin, con
los sedimentos de los sucesivos presentes, queda neutralizada por la tentación
de un dudoso y siempre desigual progreso.
Recorro las calles del
centro de Asunción durante horas, las de mi infancia, esas que muy rara
vez pisaba, cosa que acrecentaba el misterio. He vuelto muchas veces desde
entonces, nunca lo vi tan degradado como ahora. Busco los cafés que fueron
hitos, como El Bolsi, alguno pervive, otros, como El Lido, se tuvieron que mudar por los elevados costos de
alquiler. La dueña del hotel donde me hospedo, la que fuera casona de un hijo del
Mariscal López, me cuenta que recibía docentes e investigadores de todas partes
del mundo; desde la moda zoom, también perdió a ese público. Del centro me
traslado al opulento barrio de Villa Morra, donde viví y estudié, atravesado
por la mítica Av. Mariscal López. Ahora, los tradicionales palacios de la oligarquía criolla están en
venta; o transformados en servicios y otros fines. Estamos muy mal, me dice una
librera (en coro con todos los que hablé durante este viaje); son pocos los que
llegan a fin de mes. Cruzamos a Clorinda para comprar productos de primera
necesidad, que nos sale la mitad. Permiten el contrabando al menudeo, y no
tanto, porque de lo contrario el sistema no se sostendría. A Clorinda va la
clase media, pero también ves autos de alta gama, remata.
Camino por las siete colinas donde está fundada la ciudad, esas subidas y bajadas que tanto nos divertían en la infancia empiezan a pesar ahora, con el sol y la humedad. Leo, sin embargo, en esta topografía inalterable una forma de resistencia: Asunción sube y baja, casi una metáfora del país.